En el Evangelio, Jesús confronta su postura, su Palabra y su vivencia personalísima de la comunión con el Padre con todos aquellos que va encontrando, sea a nivel de vida como de razonamiento. Jesús usaba todos los medios a su alcance para que caigamos en la cuenta de la gran novedad que significa su Presencia entre nosotros. Hoy se trata de «discutir» cómo el mandamiento de Dios afecta realmente nuestra vida, nos cambia, nos salva, en definitiva. El contexto de esta discusión nos lo proporcionaba la primera lectura: Dios mismos nos ha dado a conocer su voluntad, no como un mandato «positivo», esto es, externo a nosotros y así, «impuesto» por los medios coercitivos de los poderosísimos estados actuales, sino mandamiento interno, más cercano a nosotros que ningún otro que se haya nunca observado en este mundo. Quien lo revela es quien nos ha creado, libremente y por amor, no siguiendo ningún tipo de necesidad, a imagen y semejanza suya, y así nos indica cómo vivir y convivir. Este mandato viene de arriba, sí, pero también coincide con aquello que desea nuestro corazón y por eso no está lejos de nosotros y no es, ni mucho menos, inalcanzable, sino todo lo contrario: es el único modo de ser nosotros mismos, de alcanzar la meta de nuestra existencia, que nos fue marcada también cuando fuimos creados: vivir en Dios y volver a Él. Esto no quiere decir que sea fácil de cumplir, y menos en estos tiempos que corren y que tenemos que vivir y donde el modelo, el «mandato» que también viene de arriba, pero no de Dios, sino de ese pequeño pseudo-dios que quieren ser los estados actuales. Hoy se nos «manda» el individualismo absoluto, el no contar ni mirar a nadie, el preferir los animales a las personas y otras barbaridades por el estilo. Frente a todo ello, resalta el mandamiento de Jesús que manifiesta, en plenitud y de modo definitivo, el mandato de Dios y lo escribe decisivamente en nuestros corazones. En el texto evangélico de hoy, se trata de un escriba que encuentra a Jesús y le pregunta por el fin último del hombre: qué debo hacer para heredar la vida eterna, para alcanzar esa meta de acabar compartiendo la misma vida de Dios, que es Eternidad. Jesús le pregunta por lo escrito en la Ley y él responde con su resumen de los dos mandamientos de Dios más importantes: la Ley manda amar a Dios con todo tu ser y toda tu capacidad y a tu prójimo como a ti mismo. Jesús le ratifica que con esto basta, que practicado realmente, este es el camino que lleva a la vida de verdad. Pero él, por justificarse quizá, como dice el evangelista, o para profundizar aquel diálogo, le pide Jesús que concrete más quién es este prójimo a quien hay que amar como a uno mismo. Jesús le responde con una parábola que, como muchas otras, lleva a quien escucha a darse a sí mismo una respuesta: le muestra unos ejemplos de «proximidad» y le pide que discierna quién ha sido realmente prójimo del hombre que estaba en dificultades. Y el escriba no duda: el prójimo es quien practicó la misericordia con el hombre en necesidad, sin preguntar quien era ni si siquiera convenía por quién era él (¿hubiera aceptado un judío ser ayudado por un samaritano?). La parábola nos dice que el prójimo somos nosotros, somos cada uno; que tenemos que salir de nuestro aislamiento, prejuicios, miedos, prevenciones ideológicas si queremos vivir la propuesta de Jesús y caminar hacia la vida que Dios nos regaló y quiere compartir plenamente con nosotros. El mandato divino es perfectamente alcanzable en Jesús y el Evangelio: nos hace prójimos, próximos, cercanos unos a otros. Ser cristiano es sencillamente ser hombre, dejarnos llevar por la misma carne en que Él se encarnó y que nos llama a compadecernos unos de otros como Él se compadeció, se compadece de cada uno de nosotros.


