En este domingo en medio de las fiestas de Navidad, la Palabra nos ofrece otra ocasión de reflexionar en el origen del misterio cristiano que es la Encarnación del Hijo de Dios en el vientre de María. En realidad, se trata de celebrar y reflexionar sobre la base y la razón fundamental de todo lo vivimos y podemos experimentar como cristianos, lo que nunca viene mal porque, a menudo ni la predicación ni la celebración habitual se detiene en estos asuntos sino más bien siempre estamos reflexionando sobre el hacer, la responsabilidad, evaluando nuestra acción caritativa y pastoral, y casi nunca pensamos en por qué estamos haciendo lo que hacemos y cómo puede esto repercutir en una mejor acción y pastoral, no más efectiva, sino que transmita mejor la Buena Nueva de Jesús. En realidad, es lo que nos decía la primera lectura: es la Sabiduría misma quien hace su elogio, da testimonio en medio del pueblo. Y lo que afirma y manifiesta es su presencia, la preocupación de Dios por todas sus criaturas, especialmente el hombre, que también es palabra, sabiduría. Esto es, Dios se explica a sí mismo, inicia un diálogo, se da a conocer pues precisa y busca, por amor a nosotros, nuestra acogida, nuestro asentimiento. Hasta que por fin esta Sabiduría, esta Palabra, el mismísimo Verbo de Dios se unió a nuestra naturaleza humana para redimirla y llevarla a su plenitud, como nos recordaba el Evangelio, verdadera clave de bóveda de nuestra fe. Es un texto para contemplar, profundizar, celebrar a diario pues dice todo de manera muy hermosa y con las palabras imprescindibles. Primero de todo, se nos deja clara la verdadera realidad del Verbo: es Dios de Dios, que está con Él desde el mismísimo principio, unido y distinto a la vez. Él es el Creador, también, presente en todo lo que hizo. Por eso es el mismo resplandor de la Vida y brilla en las tinieblas que ni prevalecieron ni prevalecerán. En este bellísimo himno se recuerda también a Juan, el precursor, testigo de esa misma luz, con la misión de señalar que la Luz, la Verdad, la Palabra había aparecido entre nosotros. Porque el Creador y Sostenedor de todo, quiso, por fin, darse a conocer en todo su esplendor. El Himno también recoge la verdad de la historia humana: que no fue recibido por aquellos a quienes quería iluminar pero que a todos los que lo acogieron los transformó, los transforma en hijos de Dios. Pues a eso ha venido, a hacer realidad la promesa, la voluntad de Dios que no solo fue crearnos sino que, viendo nuestra situación, nos quiso redimir. Y así se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos contemplado su gloria. Y tenemos entre nosotros y celebramos y vivimos en cada instante y cada sacramento: que es la Gracia que se une a toda gracia, la Verdad, la misericordia de Dios que por fin se pudo manifestar en toda su plenitud, como revelación y acción de Dios en contacto, en comunión con todos, con cada uno de nosotros.
Primera lectura: Eclo 2, 1-2. 8-12
LA Sabiduría hace su propia alabanza,
encuentra su honor en Dios
y se gloría en medio de su pueblo.
En la asamblea del Altísimo abre su boca
y se gloría ante el Poderoso.
«El Creador del universo me dio una orden,
el que me había creado estableció mi morada
y me dijo: “Pon tu tienda en Jacob,
y fija tu heredad en Israel”.
Desde el principio, antes de los siglos, me creó,
y nunca más dejaré de existir.
Ejercí mi ministerio en la Tienda santa delante de él,
y así me establecí en Sión.
En la ciudad amada encontré descanso,
y en Jerusalén reside mi poder.
Arraigué en un pueblo glorioso,
en la porción del Señor, en su heredad».
Segunda lectura: Ef 1, 3-6. 15-18
BENDITO sea el Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en Cristo
con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos.
Él nos eligió en Cristo, antes de la fundación del mundo
para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor.
Él nos ha destinado por medio de Jesucristo,
según el beneplácito de su voluntad,
a ser sus hijos,
para alabanza de la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido en el Amado.
Por eso, habiendo oído hablar de vuestra fe en Cristo y de vuestro amor a todos los santos, no ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mis oraciones, a fin de que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos.
Evangelio: Jn 1, 1-18
EN el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.
Él estaba en el principio junto a Dios.
Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.
En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él.
No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz.
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
En el mundo estaba;
el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció.
Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron.
Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.
Éstos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne,
ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Éste es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo».
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia.
Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos ha llegado por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.


