Como cristianos solo podemos entender que nuestro Señor vendrá, que está viviendo cada día hasta que complete este tiempo y nos pueda llevar con Él, a la luz de su primera venida en nuestra carne. Así se unen estas dos dimensiones del Adviento en su mismo centro: sabemos y esperamos que volverá porque ya vino y está aquí completando su Misión. Y la primera venida fue pura y verdadera historia y así tuvo su proceso que hoy nos recordaba el Evangelio: mediante la predicación del último de los profetas. Se trata de Juan Bautista, quien aparece donde debe aparecer, el desierto, diciendo lo que tenía que decir y llevaban diciendo todos los profetas hasta él: ‘convertíos porque está cerca el Reino de los cielos ‘. Más en concreto, Juan repetía las palabras del profeta Isaías en vísperas del final del destierro de Babilonia: ‘preparad el camino al Señor y allanad sus senderos’. Esto es, que Dios va a actuar e intervenir como antaño y es preciso secundar su obra disponiendo el camino que le haga llegar a nosotros. Y se refería al obstáculos que cada uno pone con el pecado y la desconfianza, dudando de que Dios realmente se interese por nosotros. Son estos pecados gestos efectivos que nos predisponen contra su acción en nosotros, que impiden que su visita tenga el efecto buscado en nuestra vida. El pueblo de entonces lo entendió muy bien y acudían a Juan para confesar sus pecados y recibir su bautismo que certificaba su disposición ante el que tenía que venir, querían apartar todo obstáculo de sus vidas. Por su parte, Juan no aparecía muy condescendiente o «positivo» o «acogedor», sino que los recibía con la verdad y a cada uno le revelaba su autoengaño. Así advertía a fariseos y saduceos acerca de no convertirse de raíz y seguir pensando que eran mejores que todos los que sí confesaban sus pecados reales. Unos se fiaban de su legitimidad sacerdotal, basada en la seguridad que, pensaban, les venía del templo; los otros, confiaban en su justicia personal, en como cumplían los preceptos de la Ley. Juan les dice que todo eso no les librará del castigo, del juicio que viene. Todos serán pesados en la balanza de Dios y revisados por sus frutos y quien no los tenga, será cortado sin miramientos. El profeta los llama, nos llama a todos a «conversión», a cambiar, a mover ficha motivados por la nueva realidad que irrumpe. Esta novedad se concreta en un Enviado especialísimo de Dios, alguien que bautizará con algo más que agua, con el mismo Espíritu o Fuerza de Dios manifestándose en el mundo. Esa será la verdadera conversión o, mejor, transformación, que esta, la de Juan con el agua, prepara e indica como signo suyo que es. Pero el objetivo y el efecto son el mismo: purificarnos, dejar el pecado y la injusticia que nos separan de los dones que Dios no desea más que poder compartir con nosotros. Este Enviado con este Espíritu siguen trabajando en la iglesia y dentro de cada uno. Recordemos y pongamos en práctica esta conversión, cambio o vuelta hacia Él para poder participar cada vez más plenamente de su realidad, de su Reino, verdadero anticipo de la vida para siempre y con Él a que estamos destinados.


