El camino de Jesús hacia su meta, Jerusalén, es también el de la revelación del Dios verdadero y de su ser (y estar) para nosotros. Jesús no solo cura y hace gestos que renuevan y sostienen la esperanza sino que también enseña, descubre con su Palabra cuáles son las intenciones del Dios de Israel, cómo y por qué entra en nuestra vida e historia (y se queda en ella). Jesús mismo lo muestra con sus gestos, tanto las curaciones y exorcismos como con su actitud frente a los más pobres y despreciados, los pecadores. Ya señalamos hace tiempo que el perdón de los pecados es el «milagro» más grande de los que obra Jesús, según los evangelios, pues combate un mal que genera poca compasión. Así, muestras un enfermo físico o mental es alguien que sufre, un pecador lo es también pero no a causa de ningún mal sino de su propia voluntad, lo que le excluye de la comprensión y la compasión. Sin embargo, Jesús sí se compadece, se acerca a ellos y no porque aprueba o «haga la vista gorda» con su modo de vida y decisiones, sino porque es el mismo Dios quien desea salvarlos, asumiendo para ello el mal que hacen y transformándolo. Jesús explica su comportamiento, tan extraño entonces y ahora, mediante parábolas, esos relatos que muestran tan bien la novedad de la irrupción de Dios y de su reino en la vida de Jesús. Realmente nadie busca una oveja perdida mientras conservaba las otras noventa y nueva o arma un estropicio en busca de una moneda extraviada. Todos hacemos cálculos y caemos en la cuenta que no vale la pena. Pero Dios no, nunca da por perdido a nadie y ha estado dispuesto a recorrer los caminos de mundo para hallar al útimo pecador. Por eso, porque para Él todos somos hijos, no siervos o «recursos», ha hecho todo lo humana y divinamente posible (en nuestra realidad y respetando nuestra libertad) para dejarnos claro hasta qué punto está dispuesto a perdonar. De esto trata, en el fondo, el Evangelio y explica el camino entero de Jesús hasta la cruz y la resurrección. De todos modos, todo este inmenso esfuerzo de Dios en Cristo para hacernos conocer, efectivamente, su corazón y abrirlo, no sirve de nada si cada uno no caemos en la cuenta de que el pecado, el mal, el egoísmo, la codicia son el camino que tenemos que abandonar, acogiendo a Jesús y con él, el amor inmenso de Dios.
Primera lectura: Exodo 32, 7-11. 13-14
En aquellos días dijo el Señor a Moisés:
–Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado. Se han hecho un toro de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman: «Este es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto.»
Y el Señor añadió a Moisés:
–Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Por eso déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo.
Entonces Moisés suplicó al Señor su Dios:
–¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto con gran poder y mano robusta? Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac y Jacob a quienes juraste por ti mismo diciendo: «Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre.»
Y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo.
Segunda lectura: 1Timoteo 1, 12-17
Doy gracias a Cristo Jesús nuestro Señor
que me hizo capaz, se fió de mí
y me confió este ministerio.
Eso que yo antes era un blasfemo,
un perseguidor y un violento.
Pero Dios tuvo compasión de mí,
porque yo no era creyente
y no sabía lo que hacía.
Dios derrochó su gracia en mí,
dándome la fe y el amor cristiano.
Podéis fiaros y aceptar sin reserva lo que os digo:
Que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores,
y yo soy el primero.
Y por eso se compadeció de mí:
para que en mí, el primero,
mostrara Cristo toda su paciencia,
y pudiera ser modelo de todos
los que creerán en él y tendrán vida eterna.
Al rey de los siglos,
inmortal, invisible, único Dios,
honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Evangelio: Lucas 15, 1-32
En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos:
–Ese acoge a los pecadores y come con ellos.
Jesús les dijo esta parábola:
–Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles:
–¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido.
Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.
Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, reúne a las vecinas para decirles:
–¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido.
Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.
También les dijo:
Un hombre tenía dos hijos: el menor de ellos dijo a su padre:
–Padre, dame la parte que me toca de la fortuna.
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.
Recapacitando entonces se dijo:
–Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros.»
Se puso en camino adonde estaba su padre: cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello, y se puso a besarlo.
Su hijo le dijo:
–Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo.
Pero el padre dijo a sus criados:
–Sacad en seguida el mejor traje, y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado.
Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo.
Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba.
Este le contestó:
–Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud.
El se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Y él replicó a su padre:
–Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado.
El padre le dijo:
–Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado.