La alianza o pacto entre Dios y los hombres es vida y también historia. No es una idea ni un papel, un tratado, sino la auténtica realidad: acción de Dios y respuesta del hombre dentro de unas circunstancias y tiempos concretos. Y sin lo primero no falla ni fallará, no sucede así con lo segundo. Nos lo recordaba la primera lectura: la alianza se rompió, la infidelidad del pueblo, a pesar de todas las advertencias de los profetas, acabó por hacer inevitable el castigo de Dios. Que también forma parte del código de la alianza: fidelidad se paga con bendición, mal e injusticia con Dios ejerciendo su derecho: «no como la alianza que pacté con sus padres, cuando les tomé de la mano para sacarles de Egipto; que ellos rompieron mi alianza, y yo hice estrago en ellos» (Jer 31,32; cfr. Ex 24,8). Dios no hizo sino cumplir con las cláusulas de la alianza, lo cual Jeremías considera que el preámbulo necesario para que pueda existir la nueva alianza. Es decir, que un camino fracasó y ahora Dios emprende otro junto con el pueblo: «esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días – oráculo de Yahveh -: pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jer 31,34). Es una constante en la historia de la salvación: oferta de amistad esencial a los primeros padres, que estos rechazan y nuevo comienzo con Noé; deriva desde los tiempos de Noé y nuevo comienzo con Abrahán; alianza del Sinaí, rota por Israel, y renovada definitivamente por Dios en Jesucristo. A este realidad, también historia y vida, nos lleva siempre la Palabra de Dios y en el Evangelio. En este fragmento, Jesús dialoga con Nicodemo, maestro de la Ley de Israel sobre estos asuntos, explicándole el modo concreto de esta nueva alianza, como Dios logrará meter la propia Ley en el corazón de los creyentes: el Hijo del hombre, aquél que habla con Nicodemo, quien se revela en el Evangelio, será, finalmente, «elevado», esto es, crucificado para un buen entendedor, a fin de que todos los creyentes tengan vida eterna. Esta «elevación» no solo llevará a la fe y a la subsiguiente curación, como operó la serpiente alzada por Moisés en medio de la plaga de picaduras de estos reptiles, sino que será el signo definitivo que conducirá a quienes hayan creído en este que es alzado, hasta la vida eterna, hasta la meta última de la revelación y de la actuación de Dios. Y le revela también la razón más profunda: Dios hace todo esto por amor al mundo, amor extremo, hasta entregar a su propio Hijo para que nadie perezca sino que todos compartan esta vida eterna. La historia de Jesús, su predicación, signos y milagros y su entrega, «elevación», final no es un juicio sino el supremo esfuerzo de Dios, que es mucho decir si lo pensamos bien, para que nadie perezca y todos se salven. La encarnación y entrega del Hijo de Dios tienen como finalidad explícita salvar y no condenar. Pero por esto mismo, representa un juicio, un «autojuicio» para cada hombre. Cada uno tenemos que tomar posición ante este hecho tremendo: creer o no creer. Y dependiendo de nuestro posicionamiento, así quedamos juzgados. Al acoger o no esta intervención divina en la historia nos estamos juzgando a nosotros mismos. Reconocer en Jesús este supremo gesto de Dios es la salvación, lo contrario, la perdición. Ciertamente, Jesús y el Evangelio lo expresan con el máximo realismo: la acción de Dios es luz, aunque pueda resultar difícil y paradójica, y esta luz denuncia y descubre muchas malas obras de los hombres (egoísmo, codicia, falsedad, autodivinización, idolatría y todo tipo de injusticia). Acercarse a esta luz es verse, saberse denunciado en la propia injusticia vital y muchos lo temen. Pero es un paso necesario e imprescindible para todos: solo conociendo y rechazando nuestra injusticia y «convirtiéndonos», esto es, cambiando radicalmente de camino, es como reconocemos y aceptamos el increíble gesto de Dios para con todos, puesto que su acción es pública, clara, comprensible y nos conduce a nuestro fin creatural que es la vida eterna.
Primera lectura: 2Crónicas 36, 14-16. 19-23
En aquellos días, todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, según las costumbres abominables de los gentiles, y mancharon la casa del Señor, que él se había construido en Jerusalén.
El Señor, Dios de sus padres, les envió desde el principio avisos por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de su morada. Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas, hasta que subió la ira del Señor contra su pueblo a tal unto que ya no hubo remedio.
Los caldeos incendiaron la casa de Dios y derribaron las murallas de Jerusalén; pegaron fuego a todos sus palacios y destruyeron todos sus objetos preciosos. Y a los que escaparon de la espada los llevaron cautivos a Babilonia, donde fueron esclavos del rey y de sus hijos hasta la llegada del reino de los persas; para que se cumpliera lo que dijo Dios por boca del profeta Jeremías:
«Hasta que el país haya pagado sus sábados,
descansará todos los días de la desolación,
hasta que se cumplan los setenta años.»
En el año primero de Ciro, rey de Persia, en cumplimiento de la palabra del Señor, por boca de jeremías, movió el Señor el espíritu de Ciro, rey de Persia, que mandó publicar de palabra y por escrito en todo su reino:
«Así habla Ciro, rey de Persia:
«El Señor, el Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra.
Él me ha encargado que le edifique una casa en Jerusalén, en Judá.
Quien de entre vosotros pertenezca a su pueblo, ¡sea su Dios con él, y suba!»»
Segunda lectura: Efesios 2, 4- 10
Hermanos:
Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo –por pura gracia estáis salvados–, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él.
Así muestra a las edades futuras la inmensa riqueza de su gracia, su bondad para con nosotros en Cristo Jesús.
Porque estáis salvados por su gracia y mediante la fe. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios; y tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir.
Pues somos obra suya. Nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que él nos asignó para que las practicásemos.
Evangelio: Juan 3, 14-21
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo:
–«Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.
Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas.
Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.
En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.»