«Padre, santificado sea tu nombre»

26 Jul 2025 | Aventuremos la Vida, Evangelio Dominical

Las lecturas de hoy nos invitan a reflexionar y, por tanto, también a confrontar con la enseñanza de Jesús, nuestra experiencia de oración, que es parte esencial de nuestro ser creyentes. Si hemos recibido y creído la revelación del Dios verdadero, hemos sido personalmente invitados a orar, a interceder (primera lectura) y, sobre todo, a pedir. Y esto que era verdad ya en la antigua Alianza (recordemos los Salmos y las numerosísimas oraciones que nos traen los textos) en la nueva es esencial, hasta el punto que el mismo Jesús enseñó a sus discípulos, y a nosotros por supuesto, a orar como conviene, como gusta a Dios y, por tanto, como es lo debido para que se establezca la comunicación vital que lleva a Dios nuestra situación personal, inquietudes, problemas, alegrías, necesidades y a nosotros su perdón, su gracia, su amor y su acción fecunda. La oración es el corazón vivo y personal del culto que podemos y tenemos que dar a Dios. Nuestra relación con Él es de adoración, acción de gracias, súplica, petición. Se trata de la primera respuesta y también del verdadero corazón de toda respuesta a la acción viva y la predilección de Dios por cada uno de nosotros: por habernos creado y dado esta vida maravillosa, así como este mundo y unos hermanos para compartirlo todo, y también por habernos redimido y salvado cuando el hombre equivocó y confundió su camino por egoísmo, codicia y engaño. Por todo ello, Jesús tenía que enseñar a orar a los suyos y así se lo piden: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos». No nos ha llegado nada de la enseñanza sobre la oración de Juan el Bautista, pero sí la de Jesús que es el resumen de su vida y misión para nosotros. Nos enseña no solo a rezar sino a estar delante de Dios, a reconocer su presencia y acción en nuestra vida y a pedir lo que verdaderamente necesitamos. En primer lugar, Jesús nos enseña a llamar a Dios Padre. La primera palabra, y el don más grande, como comenta Teresa de Jesús: «¿No fuera al fin de la oración esta merced, Señor, tan grande? En comenzando, nos henchís las manos y hacéis tan gran merced que sería harto bien henchirse el entendimiento para ocupar de manera la voluntad que no pudiese hablar palabra». Orar es experimentar que somos realmente hijos de Dios, que nos conoce y lo conocemos y también participar de la Obra y Misión del Hijo. Por eso continuamos pidiendo que «su nombre sea santificado», «que venga el reino» y que nos dé, hoy también, el pan que alimenta nuestra fe, esperanza y caridad. Jesús formula en estos términos el encargo que el Padre le hizo y que ahora comparte con nosotros: la santificación de su nombre, de su Presencia, Verdad y Realidad en este mundo en la persona de todos los que sufren y necesitan la compasión y el perdón divinos y que, así, este mundo, vaya siendo cada vez más el reino de Dios, cuya avanzadilla ha plantado Él mismo para siempre entre nosotros. En la oración, no tenemos que perder tampoco de vista nuestra verdad y realidad: que somos pecadores, que hemos sido librados de una condición y ser de hombres viejos que aun no está muerta del todo. Por eso pedimos continuamente perdón por todo lo que en nuestra vida desdice de estos propósitos divinos, lo que significa también perdonarnos efectivamente unos a otros. Orar es ser cada vez más conscientes de que somos parte de la familia de Jesús, que hacer la voluntad del Padre, como Él hacía, es el propósito de nuestra vida, es poner, de hecho, en práctica esa voluntad. Pero no basta la enseñanza aunque sea del mismo Jesús; es igual de importante perseverar en ella, insistir en pedir a Aquel que siempre nos escucha. Es esencial mantener vivo el contrato personal que significa la oración, a pesar de todas las apariencias, como nos dice la parábola que también hemos escuchado. Orar es insistir por encima y en medio de todas las dificultades, confiando en la enseñanza de Jesús: «pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre». Pues Dios es nuestro Padre, y siempre nos escucha, y la insistencia no es por Él, sino por nosotros, por nuestras circunstancias, por todas las falsas ideas que hemos aprendido o hemos dejado que se nos entren en la cabeza y, lo que es peor, en la vida. Orar es creer y vivir que Dios es Padre que no está sino deseando que le pidamos para poder darnos todo. Que no quede por nosotros, pues por Él no quedará.