«¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?»

28 Dic 2024 | Evangelio Dominical

En el último domingo del Adviento contemplamos la nueva realidad creada por Dios en torno a su Hijo que viene en la carne gracias a la acogida simpar de la Virgen María. En aquellos días, un círculo muy reducido rodeaba al Mesías, aún en el seno de su Madre y que apenas incluye a Isabel, la otra agraciada con un embarazo importantísimo en la historia de la salvación. Poco después, se incorporan Zacarías, al confesar la intervención misericordiosa de Dios en sus vidas y José, a quien le comunica la Buena Nueva el ángel como a María. En el día de hoy recordamos y celebramos este núcleo de personas que acogió, cuidó y hizo crecer al Hijo de Dios encarnado. Nos centramos en la Sagrada Familia y en su papel esencial que amplía, apoya, acoge la obra esencial de María haciendo suyo, y así también «nuestro», al Hijo de Dios. Podríamos decir que lo primero que evangeliza el Hijo de Dios es la familia, ese círculo cercano de personas, unidas por la generación y la sangre o no, que han sido decisivos para que ahora estemos vivos y tengamos un lugar en el mundo, esto es, para que seamos personas, auténticamente humanos. Desde ahí, desde su Familia, Jesús hace su primera proclamación al mundo de cómo, verdaderamente, ha venido a rehacer todo lo que merece la pena y lo primero, la base de todo, es la familia. Se trata de una institución natural, como nos recordaba la primera lectura: hay una jerarquía, una disposición entre los hombres, que nos ha dado la vida y la ha sostenido hasta que hemos llegado a valernos por nosotros mismos (al final de la vida, y en realidad, siempre, también necesitaremos estar rodeados de personas a quienes les importemos, para quienes seamos carne de su carne). Nacer y crecer sanamente significa reconocer a nuestros mayores como tales y agradecer su cuidado y todo lo que nos han transmitido. No hay nada más anticristiano que ir contra la tradición, el «adanismo», la mentalidad hoy tan común que hemos sido nosotros los que hemos creado y salvado todo, que hasta que no llegamos nada se había hecho bien. Padres e hijos están llamados a respetarse, cuidarse, quererse y es por eso también que el Hijo de Dios escogió a una familia para introducirse como verdadero hombre en el mundo, no quiso ser una especie de sombra u hombre fingido sino uno de nosotros con todas sus consecuencias. Con todo, el Evangelio nos recordaba que hay más, que Jesús no se quedó en bendecir y restaurar la tradición de la familia sino que la abrió y comunicó directamente con la Gran Familia humana, aquella que tiene el mismo Padre que Él, Dios. Todo sucede, relataba el Evangelio, durante una peregrinación familiar. Jesús y su gran familia suben a Jerusalén, a la fiesta, según la tradición y costumbre. Cuando toca volver, el niño se queda en la ciudad bien cubierto por ese manto protector que suponían los parientes y conocidos entre los que podría haber estado con toda confianza, propia y de sus padres. Cuando María y José no lo encuentran entre esta gran familia humana presente en esa caravana de peregrinos, tienen que regresar a Jerusalén y allí Él les da la primera lección: que, ciertamente, es su hijo y los querrá y cuidará siempre bajo su autoridad, pero es también el Hijo de su Padre y debe cuidarse también de sus asuntos, que son los de toda la Humanidad: esa luz, esa sabiduría que permanece, escondida, invisible, en el Templo, se ha de manifestar a todos en su persona. Para eso Jesús necesita crecer en sabiduría, estatura y en gracia delante de Dios y también de los hombres, hasta alcanzar su plenitud y culminar su misión, mediante este camino de hombre. Nosotros podemos, tenemos que seguirlo, imitarlo, comenzando por donde Él mismo: cuidando y respetando nuestra familia, que es cuidar, a la vez, nuestra persona, nuestra fe, el futuro de todos.

Primera lectura: Eclesiástico 3, 3-7. 14-17a

Segunda lectura: Colosenses 3, 12-21

Evangelio: Lucas 2, 41-52