En el último domingo del Adviento contemplamos la nueva realidad creada por Dios en torno a su Hijo que viene en la carne gracias a la acogida simpar de la Virgen María. En aquellos días, un círculo muy reducido rodeaba al Mesías, aún en el seno de su Madre y que apenas incluye a Isabel, la otra agraciada con un embarazo importantísimo en la historia de la salvación. Poco después, se incorporan Zacarías, al confesar la intervención misericordiosa de Dios en sus vidas y José, a quien le comunica la Buena Nueva el ángel como a María. En el día de hoy recordamos y celebramos este núcleo de personas que acogió, cuidó y hizo crecer al Hijo de Dios encarnado. Nos centramos en la Sagrada Familia y en su papel esencial que amplía, apoya, acoge la obra esencial de María haciendo suyo, y así también «nuestro», al Hijo de Dios. Podríamos decir que lo primero que evangeliza el Hijo de Dios es la familia, ese círculo cercano de personas, unidas por la generación y la sangre o no, que han sido decisivos para que ahora estemos vivos y tengamos un lugar en el mundo, esto es, para que seamos personas, auténticamente humanos. Desde ahí, desde su Familia, Jesús hace su primera proclamación al mundo de cómo, verdaderamente, ha venido a rehacer todo lo que merece la pena y lo primero, la base de todo, es la familia. Se trata de una institución natural, como nos recordaba la primera lectura: hay una jerarquía, una disposición entre los hombres, que nos ha dado la vida y la ha sostenido hasta que hemos llegado a valernos por nosotros mismos (al final de la vida, y en realidad, siempre, también necesitaremos estar rodeados de personas a quienes les importemos, para quienes seamos carne de su carne). Nacer y crecer sanamente significa reconocer a nuestros mayores como tales y agradecer su cuidado y todo lo que nos han transmitido. No hay nada más anticristiano que ir contra la tradición, el «adanismo», la mentalidad hoy tan común que hemos sido nosotros los que hemos creado y salvado todo, que hasta que no llegamos nada se había hecho bien. Padres e hijos están llamados a respetarse, cuidarse, quererse y es por eso también que el Hijo de Dios escogió a una familia para introducirse como verdadero hombre en el mundo, no quiso ser una especie de sombra u hombre fingido sino uno de nosotros con todas sus consecuencias. Con todo, el Evangelio nos recordaba que hay más, que Jesús no se quedó en bendecir y restaurar la tradición de la familia sino que la abrió y comunicó directamente con la Gran Familia humana, aquella que tiene el mismo Padre que Él, Dios. Todo sucede, relataba el Evangelio, durante una peregrinación familiar. Jesús y su gran familia suben a Jerusalén, a la fiesta, según la tradición y costumbre. Cuando toca volver, el niño se queda en la ciudad bien cubierto por ese manto protector que suponían los parientes y conocidos entre los que podría haber estado con toda confianza, propia y de sus padres. Cuando María y José no lo encuentran entre esta gran familia humana presente en esa caravana de peregrinos, tienen que regresar a Jerusalén y allí Él les da la primera lección: que, ciertamente, es su hijo y los querrá y cuidará siempre bajo su autoridad, pero es también el Hijo de su Padre y debe cuidarse también de sus asuntos, que son los de toda la Humanidad: esa luz, esa sabiduría que permanece, escondida, invisible, en el Templo, se ha de manifestar a todos en su persona. Para eso Jesús necesita crecer en sabiduría, estatura y en gracia delante de Dios y también de los hombres, hasta alcanzar su plenitud y culminar su misión, mediante este camino de hombre. Nosotros podemos, tenemos que seguirlo, imitarlo, comenzando por donde Él mismo: cuidando y respetando nuestra familia, que es cuidar, a la vez, nuestra persona, nuestra fe, el futuro de todos.
Primera lectura: Eclesiástico 3, 3-7. 14-17a
Dios hace al padre más respetable que a los hijos
y afirma la autoridad de la madre sobre la prole.
El que honra a su padre expía sus pecados,
el que respeta a su madre acumula tesoros;
el que honra a su padre se alegrará de sus hijos
y cuando rece, será escuchado;
el que respeta a su padre tendrá larga vida,
al que honra a su madre el Señor le escucha.
Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre,
no lo abandones, mientras vivas;
aunque flaquee su mente, ten indulgencia,
no lo abochornes, mientras vivas.
La limosna del padre no se olvidará,
será tenida en cuenta para pagar tus pecados;
el día del peligro se acordará de ti
y deshará tus pecados como el calor la escarcha.
Segunda lectura: Colosenses 3, 12-21
Hermanos:
Como pueblo elegido de Dios, pueblo sacro y amado, sea vuestro uniforme: la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión.
Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro.
El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo.
Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada.
Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón: a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo.
Y celebrad la Acción de Gracias: la Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente.
Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados.
Y todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús, ofreciendo la Acción de Gracias a Dios Padre por medio de él.
Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos, como conviene en el Señor.
Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas.
Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso le gusta al Señor.
Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos.
Evangelio: Lucas 2, 41-52
Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua.
Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre, y cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres.
Estos, creyendo que estaba en la caravana, hicieron una jornada y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca.
A los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas: todos los que le oían, quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba.
Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre:
–Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados.
El les contestó:
–¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?
Pero ellos no comprendieron lo que quería decir.
El bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad.
Su madre conservaba todo esto en su corazón.
Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres.


