La revelación, esto es, la intervención de Dios en la vida e historia de los hombres nos ha llegado en obras y palabras. El Señor ha tocado nuestra vida y, sobre todo, se ha querido explicar para que lo pudiéramos entender. Los mismos gestos de Dios van acompañados siempre de la Palabra que los sitúa, explica e, incluso, nos adelanta las consecuencias que deberíamos sacar de ellos. La revelación es conocimiento pero a causa de la liberalidad de Dios, este conocimiento se tiene que acoger, esto es, hay que decirle que sí después de valorar y discernir, cada uno y en comunidad, su verdad y su conveniencia. Además, como recordaba la primera lectura, en la fe bíblica es esencial la palabra de los profetas que mantienen viva y actualizada, aplicable siempre por tanto, el contenido esencial de la revelación. Y a menudo, como también refleja esta lectura y muchas otras, mucha gente no desea escuchar esta palabra y menos aun ponerla por obra. El pueblo y sus dirigentes no quieren escuchar, no quieren convertirse, acoger la palabra aunque bien saben que viene de Dios porque, obviamente, esta palabra les recuerda la alianza en la que viven con Dios y que se contradice con la vida que llevan ahora. Dios lucha con los profetas por devolver al pueblo a su esencia, a la verdad y la justicia mientras ellos lo hacen para «ser como los demás pueblos», para ignorar los mandatos divinos y ser como todos. Jesús, como dice el Evangelio, también tuvo que afrontar este rechazo, ya casi sistémico, de Israel ante la palabra de Dios y lo hizo en grado extremo, siendo como era la Palabra misma encarnada. Y el máximo acercamiento Dios en Jesús puede significar, como sucedió, su máximo rechazo. La humanidad de Jesús es la que revela, en sus gestos, obras y palabras, la última verdad sobre Dios, el Padre, y sobre la salvación que ha venido a cumplir. Porque lo que ven sus contemporáneos, y especialmente sus compatriotas en su ciudad, es su humanidad, indistinguible de las demás. Y sobre esta base ya se podía esmerar en predicar, en ofrecer signos, en hacer gala de esa autoridad propia que todos le reconocen, aunque les moleste, porque no iba a ser aceptado pues todos creían conocerle y saber lo que podían esperar de Él. No entienden de «dónde saca todo eso», palabras y signos, sin tomar en cuenta la otra opción: que haya algo especial en Él más allá de lo que se ve y conoce exteriormente y a lo que, precisamente, palabras y signos apuntan. Ellos mismos los califican como «sabiduría» y «milagros» pero se niegan a ver en Jesús a nadie más que el «hijo del carpintero», su paisano. Y no hubo manera, dice el texto… No pudo hacer gestos extraordinarios, aparte curar a algunos. Y «se extrañó de su falta de fe», es decir, que se lo esperaba, le pareció raro que sus paisanos no le aceptaran, aunque encontró la explicación en el dicho de que ningún profeta es apreciado, precisamente, en su tierra. Hoy también creemos conocer a Jesús, saber de qué es capaz, como sus paisanos. Y la disyuntiva sigue siendo la misma: o seguir sus signos y palabras, acogerlos y creerlos, y encontrar a Dios y la salvación o despreciarlo y perder la mejor ocasión de nuestra vida.
Primera lectura: Ezequiel 2, 2-5
En aquellos días, el espíritu entró en mí, me puso en pie, y oí que me decía:
– «Hijo de Adán, yo te envío a los israelitas, a un pueblo rebelde que se ha rebelado contra mí. Sus padres y ellos me han ofendido hasta el presente día. También los hijos son testarudos y obstinados; a ellos te envío para que les digas: «Esto dice el Señor.» Ellos, te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, sabrán que hubo un profeta en medio de ellos.»
Segunda lectura: 2Corintios 12, 7b-10
Hermanos:
Para que no tenga soberbia, me han metido una espina en la carne: un ángel de Satanás que me apalea, para que no sea soberbio. Tres veces he pedido al Señor verme libre de él; y me ha respondido:
«Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad.»
Por eso, muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo.
Por eso, vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque, cuando soy débil, entonces soy fuerte.
Evangelio: Marcos 6, 1-6
En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada:
–«¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?»
Y esto les resultaba escandaloso.
Jesús les decía:
– «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.»
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe.
Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.