Como el domingo coincide con una fiesta de Señor, como sucede hoy con la Transfiguración, esta se superpone y se celebra sobre aquel o tomándolo como contexto. Es el día del Señor, que se aprovecha para encontrarnos con Él y entre nosotros mediante el recuerdo, agradecimiento y experimentación, de nuevo, de sus obras maravillosas. Para nosotros, cristianos, esto se concreta en la persona del Señor Jesucristo: acudimos a la Misa para encontrarle, vivo y resucitado y para recordar y agradecer cómo ha sido esto y por qué nos afecta a todos. De hecho, este Evangelio nos describe un encuentro muy especial de Jesús con los suyos en el contexto de la historia bíblica y sus repercusiones. Se trata de una revelación especial del hombre Jesús para con los suyos, unos discípulos escogidos. Los comentaristas insisten en que viene motivada por la cercanía de los acontecimientos que llevan hasta la muerte del Maestro y tendría como objetivo fortalecer a los discípulos frente a lo que va a suceder, de cómo este hombre que enseña con autoridad propia y ratifica su palabra con curaciones y gestos asombrosos, va a perder todo el crédito para recorrer un camino de desprecio y humillación cada vez más profunda que desdice todas sus pretensiones. El texto, pues, y con él esta fiesta, nos descubren, antes del momento final, que Jesús es mucho más que un hombre, que su vida y su historia están íntimamente conectadas con la intervención salvífica de Dios entre los hombres. Todo en el texto apunta a esto: el lugar es un monte elevado, predispuesto como lugar de encuentro con Dios y de revelación. Los testigos son tratados como sujetos de una verdadera teofanía y experimentan el miedo y el desconcierto ante la manifestación divina, tienen que ser confortados y dirigidos para que entiendan bien lo que están contemplando. Una vez establecido el marco, el relato se centra en Jesús. En primer lugar, se narra su transformación, cómo su realidad interior y divina, se deja ver o intuir desde fuera mediante ese cambio en sus vestidos que se vuelven blancos y resplandecientes hasta confundirse con la luz, de un modo que es imposible de obtener por nuestros medios. Esa blancura se relaciona directamente con la presencia divina. Esta es corroborada por los testigos bíblicos que también aparecen junto a Jesús, conversando con Él, como servidores o como compañeros. Se trata de Moisés y Elías, la Ley, uno de los grandes profetas sí, pero también dos hombres de Dios que consta que han vencido a la muerte, gracias a su intensa y personal relación con Él. Porque de esto trata también esta revelación: el hombre Jesús tiene dentro de Él, oculto, a Dios mismo, que ha venido a anunciar la definitiva presencia y acción divina, aunque a Jesús, en concreto, esto le costará la vida. Pero por esa realidad profunda suya, es el Hijo amado, preferido del Padre, Dios como Él, la muerte no le vencerá, como no venció a quienes Dios mismo protegió. Y esta vez, esa vida invencible encarnada en una carne como la nuestra, podrá transmitirse a todos a los que ha asumido como hermanos, todos los hombres, los que lo contemplaron entonces y los que lo escuchamos ahora.
Primera lectura: Daniel 7,9-10.13-14
Durante la visión, vi que colocaban unos tronos, y un anciano se sentó; su vestido era blanco como nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas. Un río impetuoso de fuego brotaba delante de él. Miles y miles le servían, millones estaban a sus órdenes. Comenzó la sesión y se abrieron los libros. Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre, que se acercó al anciano y se presentó ante él. Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin.
Segunda lectura: 1Pedro 1,16-19
Cuando os dimos a conocer el poder y la última venida de nuestro Señor Jesucristo, no nos fundábamos en fábulas fantásticas, sino que habíamos sido testigos oculares de su grandeza. Él recibió de Dios Padre honra y gloria, cuando la Sublime Gloria le trajo aquella voz: «Éste es mi Hijo amado, mi predilecto.» Esta voz, traída del cielo, la oímos nosotros, estando con él en la montaña sagrada. Esto nos confirma la palabra de los profetas, y hacéis muy bien en prestarle atención, como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día, y el lucero nazca en vuestros corazones.
Evangelio: Mateo 17,1-9
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.»
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.»
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»