El evangelista Marcos sigue relatándonos, ya con Jesús en Jerusalén, sus encuentros que nos sirven para profundizar en lo que sucedió al final y que tenemos que hacer cada uno en consecuencia. Jesús, tras purificar el Templo y suscitar la oposición y la enemistad de todas las sectas religiosas del pueblo judío. Uno a uno, cada grupo envía representantes para enfrentarse a su palabra a fin de «desenmascararlo». Uno de estos intentos se revela como un diálogo amistoso en busca de la verdad, de la auténtica voluntad de Dios. Se trata de un escriba que le pregunta de buena fe por el primero de los mandamientos, el más importante, la clave de bóveda que sustenta a los demás. Jesús le responde, literalmente, que «el primero» es amar a Dios sobre todas las cosas respondiendo al amor creador y fundante, que nos ha hecho y nos sostiene. Esa es nuestra realidad y «naturaleza» y, por tanto, la primera obligación en nuestro camino como personas. Pero Jesús añade un segundo mandamiento que relaciona con el primero gracias a una técnica de interpretación de la Escritura que también conocía su contrincante: una misma expresión, presente en dos textos, los relaciona y permite entender uno en base al otro. En este caso se trata del verbo ‘amarás’, usado en ambos textos aunque estén físicamente muy separados en los libros bíblicos. De hecho tanto el uno como Jesús demuestran un gran conocimiento de los rollos que conservaban la Escritura, algo solo posible a base de mucho estudio lectura y reflexión. Así Jesús hace ver que el primer mandamiento tiene como su otra cara natural el segundo mandamiento y que recibir el amor de Dios y responder a él es en realidad amar al prójimo como uno mismo. El escriba reconoce todo eso y descubre en Jesús a un hermano con quien puede confesar la unicidad y soberanía de Dios en un contexto (a pocos metros de un Templo ocupado por los romanos) en que la fe de Israel estaba amenazada por el politeísmo pagano y afirma que el corazón de esta Ley es reconocer aceptar y responder al amor de Dios que es la fuente, la luz y la meta de toda vida humana. Le reconoce la originalidad de unir ambos textos e incluso va más allá: ambos mandamientos son uno y dan todo el valor a la vida humana delante de Dios, la entregan, la ofrecen mucho más y mejor que los sacrificios que se ofrecían en ese mismo Templo. Jesús le ratifica: «no estás lejos del reino». No está todavía en él porque no se ha dado cuenta de Quien es el que habla y de lo que va a cumplir. Nosotros sí, sus discípulos vemos ahora, entendemos cómo la vida entera de Jesús, su aparición entre nosotros, todo su ministerio y, especialmente, su culminación a través del desprecio de su pueblo y dirigentes, de su muerte y de la resurrección. Todo ello es la prueba más grande y evidente, el signo más directo de que Dios es Amor, de que nos ama y de que ha enviado a su Hijo para cumplirlo y hacernos capaces de entregarnos y amarnos igual unos a otros.
Primera lectura: Deuteronomio 6, 2-6
En aquellos días, habló Moisés al pueblo, diciendo:
–«Teme al Señor, tu Dios, guardando todos sus mandatos y preceptos que te manda, tú, tus hijos y tus nietos, mientras viváis; así prolongarás tu vida. Escúchalo, Israel, y ponlo por obra, para que te vaya bien y crezcas en número. Ya te dijo el Señor, Dios de tus padres: «Es una tierra que mana leche y miel.»
Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas.
Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria.»
Segunda lectura: Hebreos 7, 23-28
Hermanos: Ha habido multitud de sacerdotes del antiguo Testamento, porque la muerte les impedía permanecer; como éste, en cambio, permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa. De ahí que puede salvar definitivamente a los que por medio de él se acercan a Dios, porque vive siempre para interceder en su favor.
Y tal convenía que fuese nuestro sumo sacerdote: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo.
Él no necesita ofrecer sacrificios cada día –como los sumos sacerdotes, que ofrecían primero por los propios pecados, después por los del pueblo–, porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo.
En efecto, la Ley hace a los hombres sumos sacerdotes llenos de debilidades. En cambio, las palabras del juramento, posterior a la Ley, consagran al Hijo, perfecto para siempre.
Evangelio: Marcos 12, 28b-34
En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó:
– «¿Qué mandamiento es el primero de todos?»
Respondió Jesús:
– «El primero es: «Escucha Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser.» El segundo es éste: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» No hay mandamiento mayor que éstos.»
El escriba replicó:
– «Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.»
Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo:
– «No estás lejos del reino de Dios.»
Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.