Hemos llegado a un momento central en el Evangelio de Marcos. Jesús enfrenta a sus discípulos para hacerles una pregunta esencial: quien soy yo, esto es, qué podéis deducir de todo lo que habéis visto y oído en mi compañía, hasta que punto me conocéis, que consecuencias sacáis de mi enseñar con autoridad y de mis gestos extraordinarios. Primero les pregunta por la opinión de la gente: para el pueblo que le ha contemplado hablar y obrar es un profeta, un enviado de Dios portador de su Palabra, lo mismo ha revivido Juan Bautista o ha vuelto el mismísimo Elías. Tras unos siglos sin profetas, ha habido dos en pocos años, lo que es un signo a la vez prometedor y amenazador. Es decir, se trata de la intervención de Dios que comienza siempre advirtiendo antes de obrar, como ya ha hecho mediante Juan el Bautista y llamando, consiguientemente, a la conversión, a volver la mirada y dirigir la vida según su Palabra. Pero cuando Jesús les pide a los suyos que respondan, Pedro toma la palabra en nombre de todos los discípulos, de los que le acompañan y le han conocido, escuchado y visto obrar de cerca, para confesar que reconocen en Jesús, su Maestro, al Mesías. Reconoce pues que ha llegado quien tenía que venir, Aquel a quien Dios envía para que haga realidad todas sus promesas. Como respuesta, Jesús les prohíbe decirlo a nadie y comienza a revelarles sus planes para hacer realidad para todos la alianza con Dios. Pero, sorprendentemente, en vez de afrontarlo desde una posición de superioridad, de poder, quiere hacerlo desde la situación más opuesta: está dispuesto, es más asegura que es ese el camino del Mesías, a ser despreciado por los dirigentes del pueblo, a padecer q sus manos, y hasta a morir. Y lo más raro es que esta muerte no hará de Él un mártir, la víctima ideal en cuyo nombre puedan reclamar por la violencia el poder y la venganza. No, lo más raro es que Jesús afirma que este camino de humillación acabará en la resurrección, «al tercer día». Pedro no entiende, no puede más y salta recriminando a Jesús estás afirmaciones, eso sí, lo hace «aparte», pero Jesús lo desautoriza delante de todos y le dice que ahora no ha interpretado bien la luz de Dios sino que se pone del lado de Satán, aquel que menos quiere la salvación de todos. Y les reafirma este camino y que, además, tienen que hacerlo suyo. Que no podrán llegar al final, a la verdad, a experimentar que Dios cumple sus promesas si no van por aquí. Quien quiera ser redimido por la muerte y resurrección de Cristo, ha de seguirle por el camino de la negación y la cruz, y quien diga lo contrario, se pone, como Pedro, del lado del padre de la mentira, se busca a sí mismo, su bienestar y consolación, y no a Cristo y el Evangelio; y se pierde, no salva ni los papeles.
Primera lectura: Isaías 50, 5-9a
El Señor me abrió el oído;
yo no resistí ni me eché atrás:
ofrecí la espalda a los que me apaleaban,
las mejillas a los que mesaban mi barba;
no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos.
El Señor me ayuda,
por eso no sentía los ultrajes;
por eso endurecí el rostro como pedernal,
sabiendo que no quedaría defraudado.
Tengo cerca a mi defensor,
¿quién pleiteará contra mí?
Comparezcamos juntos.
¿Quién tiene algo contra mí?
Que se me acerque.
Mirad, el Señor me ayuda,
¿quién me condenará?
Segunda lectura: Santiago 2, 14-18
¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar?
Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: «Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago», y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve?
Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí sola está muerta.
Alguno dirá: «Tú tienes fe, y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe.»
Evangelio: Marcos 8, 27-35
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Felipe; por el camino, preguntó a sus discípulos:
– «¿Quién dice la gente que soy yo?»
Ellos le contestaron:
– «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas.»
Él les preguntó:
– «Y vosotros, ¿quién decís que soy?»
Pedro le contestó:
– «Tú eres el Mesías.»
Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie.
Y empezó a instruirlos:
– «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.»
Se lo explicaba con toda claridad. Entonces, Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro:
– «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!»
Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo:
– «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.»