El Evangelio narra la irrupción y la presencia, desde entonces, del reino de Dios entre nosotros. Él ha entrado en nuestra realidad en la persona de Jesús y permanece hasta el fin de los días. El texto de hoy nos ayuda a comprender que todo el poder de Dios estaba en su Hijo, en el hombre Jesús, que Dios nos lo dio todo en este hombre que tuvo y tiene en su mano toda la capacidad de Dios para actuar y restaurar, sanar su creación. Jesús lo muestra directamente en sus signos y sus gestos, en sus curaciones, en relatos como el de hoy. Jesús muestra y, al mismo tiempo, oculta la fuerza de Dios, como el mismo Dios hace. Él es el único poder del universo y, por eso precisamente, no necesita mostrarlo, al revés que los «poderes» de este mundo. Pero ese poder está y reside en Cristo, Hijo de Dios por naturaleza, y hombre también por naturaleza. El texto así nos muestra uno de estos momentos en que Jesús muestra directamente su autoridad sobre la creación, sobre este mar en miniatura de Galilea, pero capaz de hundir y anegar una barca como las de los apóstoles lo mismo que un gran océano. Como hombres estamos sometidos a las fuerzas naturales, no las hemos dominado, como a veces creemos y la vida misma nos saca de nuestra falsa convicción. Y no solo las fuerzas naturales externas, sino tantos males, enfermedades, circunstancias que hacen de nuestra vida algo necesariamente pasajero, siempre en peligro, bajo amenaza. Es lo que experimentó Job (primera lectura): de un día para otro, perdió lo que hasta entonces había sido su vida y el fruto de su fe y comunión con Dios. Todo desapareció y Job inició un proceso de búsqueda y profundización de lo que realmente era la comunión con Dios. Al final, el Señor le responde en persona, poniendo su vida y situación en el contexto de la creación y la vida en general. Dios atiende a todo, se cuida de todo y ningún hombre puede reprocharle nada. En particular, Dios enfrenta las fuerzas naturales que Él mismo ha creado con toda naturalidad, pues es su Señor. Igualmente hace Jesús, literalmente, en el relato que hemos escuchado. Los discípulos van en barca, atravesando el lago, mientras Jesús duerme, a popa, cansado de su trabajo y predicación. Se levanta «un fuerte huracán» y los discípulos, como es normal, se asustan. Jesús está con ellos pero no lo parece, por eso lo despiertan para que se haga cargo de lo que pasa y ponga remedio. Sin duda piensan que Aquél que ha hecho tantas cosas ante sus ojos no va a dejar que mueran ahogados. Y así sucede: Jesús al viento y al lago y los hace callar. Pero después también los increpa a ellos por su cobardía y falta de fe. Ciertamente Jesús estaba allí, nada malo podía pasar. Y lo mismo es para nosotros: Jesús está en nosotros, entre nosotros, en esta iglesia que cada vez, aunque siempre ha sido así, se parece a esa barca pequeña y débil movida por las olas de aquí para allá y, ciertamente, estamos en medio de un huracán. Pero Cristo está ahí y no duerme, quizá somos nosotros quienes dormimos. Necesitamos, por encima de todo y antes que nada, recordar, caer en la cuenta, profundizar en la realidad de Jesús y cómo está en el centro de nuestra vida, en el corazón de esta iglesia que puede ser pequeña y débil pero que nunca será anegada mientras conserve la fe y la comunión con el Hijo de Dios que dio su vida por ella.
Primera lectura: Job 38, 1. 8-11
El Señor habló a Job desde la tormenta:
– «¿Quién cerró el mar con una puerta,
cuando salía impetuoso del seno materno,
cuando le puse nubes por mantillas
y nieblas por pañales,
cuando le impuse un límite
con puertas y cerrojos,
y le dije: «Hasta aquí llegarás y no pasarás;
aquí se romperá la arrogancia de tus olas»?»
Segunda lectura: 2Corintios 5, 14-17
Hermanos:
Nos apremia el amor de Cristo, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron.
Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos.
Por tanto, no valoramos a nadie según la carne.
Si alguna vez juzgamos a Cristo según la carne, ahora ya no.
El que es de Cristo es una criatura nueva.
Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado.
Evangelio: Marcos 4, 35-40
Un día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos:
– «Vamos a la otra orilla.»
Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un almohadón. Lo despertaron, diciéndole:
– «Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?»
Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago:
– «¡Silencio, cállate!»
El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo:
– «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?»
Se quedaron espantados y se decían unos a otros:
– «¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!»