Jesús enfrentó la tradición judía, el modo cómo concretamente interpretaban y vivían la Ley, cuyo don había ratificado Dios (primera lectura). Al acabar de proclamar la Ley, Él mismo había declarado: «No añadáis nada a lo que os mando ni suprimáis nada». No obstante, todo escrito, por clásico que sea, precisa una interpretación, sobre todo si se quiere poner en práctica, o se debe, como es el caso de la Ley divina. En Israel fueron los jueces, los profetas, los sabios quienes explicaron e interpretaron la Ley como Palabra de Dios, como guía y luz para la vida de todos los días. Tras ellos llegaron los escribas o estudiosos de la Ley, de sus palabras y contexto. El conflicto que narra el Evangelio surge cuando aparece, a los ojos de algunos de estos escribas que pertenecen a la secta farisea, que los discípulos de Jesús no respetan las normas dadas por ellos mismos, especialmente las concernientes a la impureza ritual. Esta pureza es parte del corazón de la religión judía: Dios es Santo y Puro, y para acercarse a Él es preciso guardar las reglas de pureza, esto es, purificarse del pecado y de todo lo que nos mancha en este mundo. Con el tiempo y el desarrollo de las normas, especialmente el que idearon los fariseos cuya idea era trasladar la pureza que debían guardar los sacerdotes para el culto a los laicos, estas se extendieron a todos los ámbitos de la vida, como refiere el texto. Los fariseos que critican a los discípulos saben que esto no ha sido idea suya, sino que es responsabilidad de su Maestro y por eso se dirigen a Él. Y Él responde, pero como otras veces, no refiriéndose a un tema que podríamos decir disciplinar sino a la sustancia del asunto. Pues, en realidad, la pureza tiene sentido únicamente dentro de la relación con Dios, de la búsqueda de la comunión con Él para que pueda compartir con nosotros su santidad, su vida misma. Todo esto que hacéis, viene a decir, no son más que gestos humanos externos, solo palabras, pero mientras los hacéis, vuestro corazón permanece lejos de Dios. Jesús está citando a los profetas que recriminaron muchas veces a los estudiosos de la Ley convertir su comprensión en solo asuntos de palabras, discusiones y matices y no para lo que es, para disponer el corazón para que Dios pueda actuar en nuestra vida. Y sigue dándoles, dirigiéndose también a la gente: la impureza, lo que nos hace incapaces de percibir a Dios, de entrar en comunión con Él no está en lo externo, en los objetos, en los animales, sino en el mismo corazón del hombre, que no se quiere convertir, que rechaza la Ley porque prefiere seguir sus inclinaciones a lo ordenado por Dios para el bien de cada uno y de todos. Es la naturaleza humana dañada tras el pecado y por los consiguientes pecados que, en vez de trabajar donde está el problema, en el interior, se distrae con ritos que, en el mejor de los casos, no son sino costumbres inútiles. Jesús cambia lo que le parece de la Ley y su interpretación, para eso es el Hijo de Dios encarnado, pero sustancialmente recuerda y saca a la luz la verdadera esencia y necesidad de la pureza: que cambiemos por dentro, que dejemos a la Gracia obrar en nuestra vida para hacernos pasar de la realidad del hombre viejo a la del hombre nuevo que somos, ya, en potencia, en el bautismo.
Primera lectura: Deuteronomio 4, 1-2. 6-8
Moisés habló al pueblo, diciendo:
– «Ahora, Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os mando cumplir. Así viviréis y entraréis a tomar posesión de la tierra que el Señor, Dios de vuestros padres, os va a dar.
No añadáis nada a lo que os mando ni suprimáis nada; así cumpliréis los ‘preceptos del Señor, vuestro Dios, que yo os mando hoy. Ponedlos por obra, que ellos son vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos que, cuando tengan noticia de todos ellos, dirán: «Cierto que esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente.»
Y, en efecto, ¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros, siempre que lo invocamos? Y, ¿cuál es la gran nación, cuyos mandatos y decretos sean tan justos como toda esta ley que hoy os doy?»
Segunda lectura: Santiago 1, 17-18. 21b-22. 27
Mis queridos hermanos:
Todo beneficio y todo don perfecto viene de arriba, del Padre de los astros, en el cual no hay fases ni períodos de sombra.
Por propia iniciativa, con la palabra de la verdad, nos engendró, para que seamos como la primicia de sus criaturas.
Aceptad dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros. Llevadla a la práctica y no os limitéis a escucharla, engañándoos a vosotros mismos.
La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo.
Evangelio: Marcos 7, 1-8. 14-15. 21-23
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén, y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos.
(Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas.)
Según eso, los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús:
– «¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?»
El les contestó:
– «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito:
«Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos.»
Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.»
Entonces llamó de nuevo a la gente y les dijo:
– «Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.»