El fragmento evangélico de hoy está tomado de uno de los grandes discursos con los que Mateo resume y centra la enseñanza de Jesús. Se dirige a la comunidad, iglesia convocada y visible donde se acoge y se quiere vivir la verdad de Dios. Esta verdad es luz por lo que no puede mantenerse oculta. No hay «arcanos» entre los cristianos y cierto secreto solo es admisible frente a los no bautizados y en raros periodos de amenaza y persecución. Jesús lo reveló «todo» a sus discípulos y lo mismo hicieron estos con quienes les escuchaban: no se guardaron nada para no cargar con esa culpa, como dice varias veces san Pablo (cfr. Hch 20,27). Y, al revés, nada humano por interno que sea se oculta a la mirada de Dios. Y si Él ha optado por revelarse, por manifestar todos los misterios escondidos durante siglos, cuánto más aparecerán los pequeños misterios humanos, todo lo que creemos tener escondido; la verdad es una y la misma para todos, así se funda nuestra confianza de alcanzar la verdadera fraternidad que no se consigue escondiendo y fingiendo lo que no somos, sino reconociéndolo y pidiendo perdón, si hace falta. Como discípulos de la verdad, hemos de gritar esta desde donde sea, aunque de la manera más apropiada y útil. Porque si los hombres usan el secreto y el miedo para atemorizar, no hay que temer a los ataques que buscan solo el cuerpo, la carne, y todo lo que la rodea, sino aquellos que buscan lo interior, la voluntad, la confianza, el alma misma. Los enemigos más temibles son los que tienen una «religión» falsa que es la que excluye a Dios o afirma que no puede actuar en la realidad e intenta directamente sustituir o falsear su presencia para, precisamente, anular nuestra conexión directa con Él, que podamos orar, sentirnos acompañados y hacer experiencia de la gracia. La comunidad o familia cristiana se funda en la nueva alianza que establece que el Padre en Cristo nos acoge, sustenta y sostiene. Él nos cuida y estamos en sus manos, todos y cada uno, en persona. El Señor conoce no solo nuestros nombres sino hasta el último detalle de nuestra persona, alma y cuerpo («hasta los cabellos de la cabeza»). Y como es cierto que Dios se ocupa y obra en todas sus criaturas, y como somos sus preferidos, los que podemos dialogar, comulgar y hasta discutir con Él, no hemos de temer, en el fondo, más que a perder, por nuestra culpa e ignorancia, esta relación. Pero se trata –y es algo extraordinariamente generoso– de una relación de reciprocidad: Él nos es fiel, jamás nos dejará ni negará; lo justo es ponernos de parte de su amadísimo Hijo, enviado a nosotros para conocer hasta qué punto está Él de nuestra parte.
Primera lectura: Jeremías 20, 10-13
Dijo Jeremías:
«Oía el cuchicheo de la gente:
«Pavor en torno;
delatadlo, vamos a delatarlo.»
Mis amigos acechaban mi traspié:
«A ver si se deja seducir, y lo abatiremos,
lo cogeremos y nos vengaremos de él.»
Pero el Señor está conmigo,
como fuerte soldado;
mis enemigos tropezarán y no podrán conmigo.
Se avergonzarán de su fracaso
con sonrojo eterno que no se olvidará.
Señor de los ejércitos, que examinas al justo
y sondeas lo íntimo del corazón,
que yo vea la venganza que tomas de ellos,
porque a ti encomendé mi causa.
Cantad al Señor, alabad al Señor,
que libró la vida del pobre de manos de los impíos.»
Segunda lectura: Romanos 5, 12-15
Hermanos:
Lo mismo que por un hombre entró el pecado en el mundo, y por’ el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, porque todos pecaron.
Porque, aunque antes de la Ley había pecado en el mundo, el pecado no se imputaba porque no había Ley. A pesar de eso, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso sobre los que no habían pecado con una transgresión como la de Adán, que era figura del que había de venir.
Sin embargo, no hay proporción entre el delito y el don: si por la transgresión de uno murieron todos, mucho más, la gracia otorgada por Dios, el don de la gracia que correspondía a un solo hombre, Jesucristo, sobro para la multitud.
Evangelio: Mateo 10, 26-33
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles:
–«No tengáis miedo a los hombres, porque nada hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse.
Lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que escuchéis al oído pregonadlo desde la azotea.
No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No, temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. ¿No se venden un par de gorriones por unos cuartos? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo; no hay comparación entre vosotros y los gorriones.
Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo.»