Ya muy cercanos al final de este año litúrgico y del Evangelio de Mateo, Jesús vuelve a las parábolas que quieren expresar cómo será el cumplimiento, el hacerse plena realidad, del reino que Él mismo ha predicado. Que el reino de Dios había llegado y cómo podemos y tenemos que entrar en él fue el contenido principal de la predicación y enseñanza de Jesús. Y si el reino estaba aquí era para cumplirse, Dios estaba dispuesto a llegar hasta el final, y puso los medios, o mejor, el Medio, el Mediador para conseguirlo. Pero aun seguí y sigue siendo necesario nuestra aceptación y participación y, como se trata del final, del cumplimiento, nuestro sí ha de ser completo, en cuerpo y alma. La parábola, pues, como otras nos hace pensar en nuestro propio camino de seguimiento, de aceptación y puesta en práctica de la revelación de Jesús, de su sabiduría. Ésta, como decía la primera lectura, es la sabiduría misma de Dios que ahora se ha manifestado del modo más cercano; si nunca estuvo lejos, a la puerta esperándonos siempre, ahora nos habla en nuestras palabras y gestos de hombre, de modo que le tenemos que entender a pesar de la distancia de tiempo y cultura, y más si nos lo explican bien. El Señor ha querido hacer de nosotros una de esas doncellas sensatas que conozcan donde están, quiénes son, adónde van y por dónde han de hacerlo. Se trata de saber qué necesitamos de verdad, de modo imprescindible para no «perdernos» el final, la culminación, la irrupción completa de este reino de Dios. Y tenemos que poder entrar porque otra idea clara que transmite la parábola es que nuestro tiempo para esto, como para todo, es limitado. Llegará un día, se nos recuerda, en que el Esposo vuelva y podamos entrar con Él al banquete, a la celebración, a la recompensa y la meta de todo lo vivido. Por tanto, es preciso que pensemos cómo nos estamos preparando. Se nos advierte que las doncellas necias son las que no han cuidado al aceite de su lámpara mientras que las sabías sí, y esto será lo decisivo. Para entrar al banquete será preciso que esta lámpara dé su luz y para ello tiene que tener dispuesto de antes el aceite necesario. Así, cuando el esposo vuelve lo esencial no estar despiertos, pues están todas dormidas, a todos nos sorprenderá ese momento con casi toda la probabilidad. Se trata del aceite, de haber previsto el suficiente para ese momento clave que vale por toda una vida. No se dice qué sea este aceite pero sí que es imprescindible para poder entrar y disfrutar del cumplimiento de la meta de nuestra vida. En rito antiguo de las bodas, era precisa la luz para el momento del encuentro y saludo al novio y la consecuente procesión hasta la casa de la celebración. Y esta luz requiere el aceite. El aceite será aquello que hace posible el encuentro final y que ha sostenido la entera vida de fe. La fe es don de Dios, que nos hace saber que nos ama y capaz de amarle y esperarle, pero este don ha de ser cuidado y trabajado, sostenido por la aceptación de toda una vida. Se trata de, día a día, acoger, creer, recibir ese aceite y cuidar que esté ahí, dándole ocasión y respuesta para que pueda sostener la luz, la llama que nos orienta al encuentro. Y, además, todo esto ni se improvisa, ha de ser un trabajo previo a ese último momento en que será necesario y que no sirve de el unos para otros, esto también lo deja claro la parábola pues el aceite ni puede ser prestado por otro (se podría acabar) ni dará tiempo a ir a por él antes que la puerta del banquete se cierre. Porque cuando la puerta se cierre, Él ya no nos reconocerá.
Primera lectura: Sabiduría 6, 12-16
La sabiduría es radiante e inmarcesible,
la ven fácilmente los que la aman,
y la encuentran los que la buscan;
ella misma se da a conocer a los que la desean.
Quien madruga por ella no se cansa:
la encuentra sentada a la puerta.
Meditar en ella es prudencia consumada,
el que vela por ella pronto se ve libre de preocupaciones;
ella misma va de un lado a otro
buscando a los que la merecen;
los aborda benigna por los caminos
y les sale al paso en cada pensamiento.
Segunda lectura: 1Tesalonicenses 4, 13-17
Hermanos, no queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los hombres sin esperanza.
Pues si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo, a los que han muerto, Dios, por medio de Jesús, los llevará con él.
Esto es lo que os decimos como palabra del Señor:
Nosotros, los que vivimos y quedamos para cuando venga el Señor, no aventajaremos a los difuntos.
Pues él mismo, el Señor, cuando se dé la orden, a la voz del arcángel y al son de la trompeta divina, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán en primer lugar.
Después nosotros, los que aún vivimos, seremos arrebatados con ellos en la nube, al encuentro del Señor, en el aire.
Y así estaremos siempre con el Señor.
Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras.
Evangelio: Mateo 25, 1-13
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:
–«Se parecerá el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo.
Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas.
Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas.
El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron.
A medianoche se oyó una voz:
«¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!»
Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas.
Y las necias dijeron a las sensatas:
«Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas.»
Pero las sensatas contestaron:
«Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis.»
Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta.
Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo:
«Señor, señor, ábrenos.»
Pero él respondió:
«Os lo aseguro: no os conozco.»
Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora.»