Volvemos al camino, acompañando a Jesús hasta Jerusalén, donde va a cumplir, a finalizar su misión, la que le encargó el Padre. No tenemos que perder esto de vista: Jesús no es solo un maestro de sabiduría o un profeta más que nos llama a revisar nuestra vida y conciencia sino el enviado por el Padre para hacer realidad sus promesas y hacerse presente hasta el final entre sus hijos. Por eso, sus palabras, gestos y encuentros tienen que ver con esto, con que quede clara la acción y la presencia de Dios entre nosotros. En esta ocasión, Jesús se topa con diez leprosos, diez enfermos y «segregados» de la vida social y común debido al miedo al contagio. Cualquier mancha blanquecina en la piel o erupción (cfr. Lv 13,2ss.) era sospechoso y tenía que ser examinado por los sacerdotes. Y en caso de confirmarse el «diagnóstico», tras esperar un tiempo, y, sobre todo, si el mal se extiende por la piel, el sacerdote lo declara «impuro» y el enfermo-pecador deberá vivir en recintos aislados y apartarse de todos los demás, «puros», teniendo incluso que advertir a los demás de su cercanía. Por eso, el primer gesto a valorar de Jesús es que los encuentre, que les hable, incluso, a veces, que los toque, algo que ningún israelita sensato o piadoso haría en ese tiempo. Así, Jesús encuentra a estos diez leprosos y confronta, una vez más, la tradición humana que Él sabe se interpone en la acción de Dios para hacer realidad la alianza. Sin dudar, tiene compasión de ellos en cuanto se lo piden y les manda presentarse a los sacerdotes para recuperar lo que quedara de su vida. Y se disponen a ello, vamos, que se marchan sin dar ni las gracias. Aunque uno de ellos, dándose cuenta de lo que significa este encuentro, vuelve. La primera lectura lo ponía en paralelo con Naamán el sirio, curando por el profeta Eliseo porque, bien aconsejado, obedeció la palabra del profeta. Jesús hace notar que el único que ha vuelto es un «hereje» samaritano y, por tanto, solo este es quien, como aquel, como Naamán, recibe la salvación, esto es, la buena noticia de la presencia de Dios que no solo le cura sino que también le quiere salvar y quedarse en su vida para siempre. Como el domingo pasado, el Evangelio nos insiste en que es esta fe la que salva, la que nos pone en comunión de amistad y amor con el Dios de Jesús, quien no desea otra cosa, que salvarnos, que nos vayamos siendo «amigos fuertes» suyos.
Primera lectura: 2Reyes 5, 14-17
En aquellos días, Naamán el sirio bajó y se bañó siete veces en el Jordán, como se lo había mandado Eliseo, el hombre de Dios, y su carne quedó limpia de la lepra, como la de un niño. Volvió con su comitiva al hombre de Dios y se le presentó diciendo:
–Ahora reconozco que no hay dios en toda la tierra mas que el de Israel. Y tú acepta un presente de tu servidor.
Contestó Eliseo:
–Juro por Dios, a quien sirvo, que no aceptaré nada.
Y aunque le insistía, lo rehusó.
Naamán dijo:
–Entonces, que entreguen a tu servidor una carga de tierra, que pueda llevar un par de mulas; porque en adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios de comunión a otro dios que no sea el Señor.
Segunda lectura: 2Timoteo 2,8-13
Querido hermano:
Haz memoria de Jesucristo el Señor,
resucitado de entre los muertos,
nacido del linaje de David.
Este ha sido mi Evangelio,
por el que sufro hasta llevar cadenas,
como un malhechor.
Pero la palabra de Dios no está encadenada.
Por eso lo aguanto todo por los elegidos,
para que ellos también alcancen la salvación,
lograda por Cristo Jesús, con la gloria eterna.
Es doctrina segura:
Si morimos con él, viviremos con él.
Si perseveramos, reinaremos con él.
Si lo negamos, también él nos negará.
Si somos infieles, él permanece fiel,
porque no puede negarse a sí mismo.
Evangelio: Lucas 17, 11-19
Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían:
–Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.
Al verlos, les dijo:
–Id a presentaros a los sacerdotes.
Y mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias.
Este era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo:
–¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?
Y le dijo:
–Levántate, vete: tu fe te ha salvado.