En el último domingo de Adviento, la Palabra de Dios nos resume lo que hemos escuchado y querido revivir, actualizar, durante este tiempo de preparación. Dios cumplió, cumple y cumplirá sus promesas porque siempre ha cuidado de nosotros y la mayor dificultad que ha tenido ha sido la falta de fe, de escucha de su Palabra, transmitida por los profetas (primera lectura). Y, sobre todo, vino y viene en su mismísimo Hijo, ese misterioso descendiente definitivo de David que es anunciado a María y creído por ella en la misma sustancia de su ser. Él es la garantía de que ya ha comenzado el fin de los tiempos, con su llegada, su vida de amor y servicio, su entrega a la muerte y su resurrección. Y también nos garantiza que todo este proceso de vida y de amor de Dios culminará cuando Él vuelva para acto final de este mundo y para que Dios «lo sea todo en todos». Por eso el Adviento termina centrándose en que preparamos y revivamos con el corazón y la vida entera, con todo el realismo que podamos, el nacimiento del Hijo de Dios en Navidad, porque una vez que estemos ciertos que Dios ha venido en su Hijo, que ha tomado nuestra carne, también estaremos plenamente seguros de que todo culminará con su segunda venida. La Palabra nos recordaba, en boca de Isaías, que esta primera venida en la carne también fue anunciada directamente. El profeta anuncia al rey de entonces que nacerá el Dios-con-nosotros y que su nacimiento de una jovencita, de una virgen (según el texto griego de la Biblia) es una señal que nos invita a creer en el poder de Dios que nos libra del mal, de las amenazas y del pecado mismo que está en cada uno y es el mayor peligro que afrontamos. Pero el Signo definitivo es la misma Virgen María y san José, su esposo y conexión con la casa de David, como nos recordaba el Evangelio. Ellos sí que escuchan, reciben y obedecen la Palabra de Dios y comprometen su propia vida en el plan de salvación de Dios para todos. Así, nos muestra y enseña cómo hemos de disponernos, cada día, a acoger la acción de Dios en nuestra propia vida. Dieron trabajo, eso sí, al ángel, al mensajero del Señor: María, en oración, estaba preparada para acoger la increíble propuesta de Dios y la acepta sin vacilar, solo preguntando, por nuestra causa y la fundación de la futura teología cristiana, que cómo será. El Evangelio nos relataba la acogida de José, un poco más indirecta pero también llena de fe. La noticia le llega a través del sorprendente embarazo de María, aunque el texto no nos deja espacio para pensar siquiera: «esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo». Él, en principio, ignorante de qué pueda ser aquello, cree que no le toca, que está de más en un asunto que solo corresponde a Dios y a María, pero apenas ha tomado la decisión, el ángel se le aparece en sueños (como a ese otro antepasado suyo, el otro José soñador) y le revela el misterio, la verdad de lo que sucede en María y que él también forma parte de esta aventura, la más grande de toda la historia. El ángel le habla como en las grades teofanías: «no temas», Dios mismo mediante el ángel le reconforta porque sabe que le va a hacer falta. Le revela que la criatura que espera María viene de Dios, y solo de Dios, como José bien sabe, pero también su propio papel en esta historia: él será el encargado de poner nombre al niño, aunque le pondrá el nombre elegido por Dios; será así padre en la sombra o en la luz, mientras el verdadero Padre permanece en la sombra hasta el momento conveniente. El nombre del niño es Jesús, porque será el Salvador para la misma raíz del problema que aflige al hombre: el pecado que desde el comienzo de la historia corroe su vida. El texto termina reconociendo que se trata aquí del cumplimiento de la antigua profecía que nos recordaba la primera lectura: la virgen innombrada de Isaías es su mujer, es María y así este niño, además del Salvador del mal, el pecado y la muerte, es el «Enmanuel», el Dios que estaba siempre con nosotros y ahora lo estará de un modo completamente nuevo, único, definitivo. Jesús, es el Hijo de Dios con nosotros, desde nuestra misma carne y todo lo bueno que tiene, excepto el pecado obviamente, que ya señaló quien era curando, sanando, perdonando y anunciando a todo el Evangelio. José y María nos invitan a creer como ellos, a dejar que el Dios-con-nosotros nos conduzca a la felicidad presente y la bienaventuranza futura.


