Jesús ha explicado porqué es el Pan de vida que ha bajado del cielo, enviado por el Padre, para dar vida y vida eterna, con toda claridad. Como no ha condescendido ni rebajado la verdad para «hacerse» más «cercano» a sus oyentes y sus situaciones y demás circunstancias, éstos consideran que su modo de hablar es «duro» y que nadie puede hacerle caso. Pero Él no se arredra: en vez de matizar o «suavizar el lenguaje y con él lo que Dios da y lo que Dios pide en consecuencia, los encara y se lo empuja para que se definan: si esto os hace vacilar, que os pasará cuando veáis que se cumple el último Signo y el Hijo del hombre vuelva a donde estaba, junto al Padre, después de «ser elevado» en la cruz. Porque aquí no se trata de ideas o palabras sino de realidades, de todo lo que Jesús ha venido a hacer y que será motivo de gran escándalo. Para que los discípulos podamos comer su carne y beber su sangre y así tener la vida eterna, es necesario que Él sea entregado a sus enemigos, muera y resucite. Los discípulos, al final, serán quienes le sigan por este mismo camino. Eso significa comulgar con su cuerpo y sangre entregados: dar la vida como Él y en respuesta a su don, para que el mundo, hasta los enemigos que le llevarán a la muerte tengan la ocasión de convertirse, ser perdonados y vivir para siempre. Por supuesto esto es también Don de Dios y Pedro y los Doce lo saben, como ojalá también nosotros: solo hemos encontrado en Jesús la Palabra de la vida eterna ya que crecemos con el corazón y la vida que es el Hijo de Dios enviado por el Padre a restaurar todas las cosas.
Primera lectura: Josué 24, 1-2a. 15-17. 18b
En aquellos días, Josué reunió a las tribus de Israel en Siquén. Convocó a los ancianos de Israel, a los cabezas de familia, jueces y alguaciles, y se presentaron ante el Señor. Josué habló al pueblo:
– «Si no os parece bien servir al Señor, escoged hoy a quién queréis servir: a los dioses que sirvieron vuestros antepasados al este del Éufrates o a los dioses de los amorreos en cuyo país habitáis; yo y mi casa serviremos al Señor.»
El pueblo respondió:
– «¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros! El Señor es nuestro Dios; él nos sacó a nosotros y a nuestros padres de la esclavitud de Egipto; él hizo a nuestra vista grandes signos, nos protegió en el camino que recorrimos .y entre todos los pueblos por donde cruzamos. También nosotros serviremos al Señor: ¡es nuestro Dios!»
Segunda lectura: Efesios 5,21-32
Hermanos:
Sed sumisos unos a otros con respeto cristiano.
Las mujeres, que se sometan a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia; él, que es el salvador del cuerpo. Pues como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo.
Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia.
Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son.
Amar a su mujer es amarse a sí mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como
Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo.
«Por eso abandonará. el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne.»
Es éste un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia.
Evangelio: Juan 6, 60-69
En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron:
– «Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?»
Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo:
– «¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen.»
Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo:
– «Por eso os he dicho que nadie puede venir a mi, si el Padre no se lo concede.»
Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él.
Entonces Jesús les dijo a los Doce:
– «¿También vosotros queréis marcharos?»
Simón Pedro le contestó:
– «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios.»