El cuarto domingo del Adviento siempre se dedica a reflexionar acerca de la primera venida del Señor, que celebramos y revivimos en Navidad. Y para ello se centra en la figura de la Virgen María y, en este ciclo en el que seguimos al Evangelista Mateo, está acompañada inseparablemente de san José. Es importante, esencial de hecho, comprender cómo la salvación definitiva de Dios, el Mesías, la Palabra Eterna de Dios, llegó en medio de nosotros, asumiendo nuestra carne y nuestra vida y sus circunstancias, es decir, tomándonos y uniéndose a nosotros tal y como estábamos, tal y como estamos. La única condición y exigencia es la que nos recordaba la figura de Juan el Bautista: la conversión. Es imprescindible abrirse incondicionalmente a la acción de Dios y hoy podemos entender la razón: esta acción es tan inesperada y decisiva, Dios se acerca tanto en Cristo que hay que estar muy dispuestos y muy confiados y seguros de su presencia para poder acogerla y que pueda tener efecto en nosotros. Así, la Palabra nos recordaba que la comunidad de los creyentes solo se sostiene y crece gracias a la fe, no a ningún otro tipo de «progreso» humano. El Señor está detrás de la Alianza, Él es fiel y la sostiene siempre, pese a nuestra infidelidad y falta de confianza (primera lectura). El rey recibe un frágil pero indiscutible signo de vida: una virgen concebirá un hijo y antes que el niño llegue a tener conocimiento, la amenaza de la guerra no será tal pues quienes enarbolan la guerra contra el pueblo de Dios se habrán disuelto. Pero es preciso esperar, confiar en la secreta pero segura presencia y acción divina. Lo dicho y vivido ilustra la historia de la «manera» del nacimiento de Jesucristo. Así, su madre, María, estaba ya prometida a un hombre llamado José pero antes de que pudieran unirse para concebir, ella ya estaba embarazada, «por obra del Espíritu Santo». Se trata de la decisiva intervención divina y el Evangelista (complementariamente al relato de Lucas) pone la decisión decisiva en manos de José, en quien descansa, a la vez, la herencia de los patriarcas y de la promesa hecha a su antepasado, David. Se trata de creer o no, de obedecer la Palabra (que le llega como un «sueño» como a los patriarcas) o de denunciar o repudiar ese matrimonio (eso sí, discretamente porque José era «justo») que se ha convertido ya en otra cosa. José cree al ángel, cree a Dios, al contrario que su antepasado Acaz, y gracias a su pequeña contribución, aunque imprescindible racional y humanamente, sucede la más grande intervención de Dios en nuestra realidad y nuestra vida: la Virgen concibe y dará a luz un hijo que será el Enmanuel, Dios con nosotros, el cumplimiento de todas sus promesas, su presencia personal entre nosotros.
En aquel tiempo, el Señor habló a Acaz:
–«Pide una señal al Señor, tu Dios: en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo.»
Respondió Acaz:
– «No la pido, no quiero tentar al Señor.»
Entonces dijo Dios:
– «Escucha, casa de David: ¿No os basta cansar a los hombres, que cansáis incluso a mi Dios? Pues el Señor, por su cuenta, os dará una señal:
Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo,
y le pondrá por nombre Emmanuel,
que significa «Dios–con–nosotros».»
Segunda lectura: Romanos 1, 1-7
Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, escogido para anunciar el Evangelio de Dios.
Este Evangelio, prometido ya por sus profetas en las Escrituras santas, se refiere a su Hijo, nacido, según la carne, de la estirpe de David; constituido, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios, con pleno poder por su resurrección de la muerte: Jesucristo, nuestro Señor.
Por él hemos recibido este don y esta misión: hacer que todos los gentiles respondan a la fe, para gloria de su nombre. Entre ellos estáis también vosotros, llamados por Cristo Jesús.
A todos los de Roma, a quienes Dios ama y ha llamado a formar parte de los santos, os deseo la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo.
Evangelio: Mateo 1, 18-24
El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera:
María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo:
–«José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados.»
Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el Profeta:
«Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo
y le pondrá por nombre Emmanuel,
que significa «Dios–con–nosotros».»
Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer.