Otra parábola donde Jesús nos hace ver su misión, su obra en conjunto, aunque cada vez desde un punto de vista distinto. La salvación y redención que ha venido a cumplir, a hacer realidad en la vida de cada hombre la compara con un gran banquete que celebra la boda del hijo del rey. Una fiesta con una lista de invitados concreta: el pueblo elegido de Israel. Estos han recibido la invitación personal del rey pero la han rechazado porque tenían otras ocupaciones mejores, a su juicio. Como consecuencia el rey, ya bastante harto de estas gentes, acaba con ellas y decide invitar a la fiesta a todos los que encuentren por los caminos y los cruces, «malos y buenos», como insiste el texto. No obstante también se hace notar y muy gráficamente, que no basta el aceptar la invitación, que es claro que es para todos, sino hacerse digno de ella. En la parábola el rey señala que se ha de acudir, al menos, con «vestido de fiesta», esto es, vestidos para la ocasión, habiendo reconocido que se acude a una fiesta y lo que esto implica, y no solo a llenar la tripa gratis o a disfrutar de unos momentos de alegría y distensión. Claramente, la parábola se refiere al significado de la presencia y actuación de Jesús: es la celebración práctica, el cumplimiento de las promesas de Dios a su pueblo en la venida personal del Hijo del rey, del Hijo de Dios venido para «desposar» a los fieles, para convertir la vivencia de la alianza en una fiesta que regala la plena comunión con Dios y con los demás. Pero el pueblo elegido durante tantos años, ha dicho que no. Ha rechazado la fiesta y al enviado y la reacción del rey, de Dios, será invitar a todos los que nunca habrían estado invitados. Se trata de que la historia de la salvación se reinicia, se reorganiza ante el rechazado de su gesto final (preparado por tantos otros rechazos si somos realistas) y se abre a todos, a los no judíos, a cualquiera que desee venir atraído por la invitación. Pero no basta con esto: el rey en persona se interesa por los invitados concretos que han acudido y expulsa a aquellos que no han reconocido el don que reciben, que no saben o no se dan por enterados que han sido invitados a la boda más importante de sus vidas. Se trata aquí también de derechos y deberes, de que los regalos más importantes no generan derechos sino, al contrario, responsabilidades. Que haber recibido mucho implica también, primero, reconocerlo y, segundo, ser capaces también de dar mucho. Como decían los padres de la Iglesia: sentarse a la mesa de Jesús implica recibir y ser capaces de hacer luego lo mismo hacia los demás. El rey dice que se necesita un «vestido de fiesta», es decir, el reconocimiento del don recibido, que he sido invitado sin merecerlo y que mi vida lo debe mostrar que aprecio y reconozco ese don como paso necesario e imprescindible para todo lo demás. De hecho podríamos decir que el no reconocer lo que recibimos, no recordar la raíz donde se funda nuestra vida de creyentes, que «tenemos derecho» a participar de esta fiesta sin más y sin reconocimiento (y sin conversión si se da el caso), es lo que más lastra hoy día nuestra vida como creyentes, nos lleva al autoengaño y a perder la fuerza y la motivación en nuestra acción hacia los demás, porque sin recibir no podemos dar o, mejor dicho, creyendo que el recibir es un «derecho» y por tanto no puede faltar hagamos lo que hagamos y seamos como seamos, nos separamos de la fuente donde lo recibimos todo y que es esta «fiesta» donde revivimos y celebramos el inmenso amor y perdón de Dios que nos admite en su casa y familia y además la hacemos irrelevante. Para que se pueda hacer verdad, hay reconocerlo y apreciarlo como el don y regalo más grande de nuestra vida.
Primera lectura: Isaías 25, 6-10a
Aquel día,
el Señor de los ejércitos preparará
para todos los pueblos, en este monte,
un festín de manjares suculentos,
un festín de vinos de solera;
manjares enjundiosos, vinos generosos.
Y arrancará en este monte
el velo que cubre a todos los pueblos,
el paño que tapa a todas las naciones.
Aniquilará la muerte para siempre.
El Señor Dios enjugará
las lágrimas de todos los rostros,
y el oprobio de su pueblo
lo alejará de todo el país.
–Lo ha dicho el Señor–.
Aquel día se dirá:
«Aquí está nuestro Dios,
de quien esperábamos que nos salvara;
celebremos y gocemos con su salvación.
La mano del Señor se posará sobre este monte.»
Segunda lectura: Filipenses 4, 12-14. 19-20
Hermanos:
Sé vivir en pobreza y abundancia. Estoy entrenado para todo y en todo: la hartura y el hambre, la abundancia y la privación. Todo lo puedo en aquel que me conforta. En todo caso, hicisteis bien en compartir mi tribulación.
En pago, mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades con magnificencia, conforme a su espléndida riqueza en Cristo Jesús.
A Dios, nuestro Padre, la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Evangelio: Mateo 22, 1-14
En aquel tiempo, de nuevo tomó Jesús la palabra y habló en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo:
–«El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados, encargándoles que les dijeran:
«Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda.»
Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos.
El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados:
«La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda.»
Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo:
«Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?»
El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los camareros:
«Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.»
Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos.»