Hoy revivimos el mismísimo día de Pascua, como cada domingo sí, pero de un modo especial porque es la culminación de la Gran Semana, del Triduo Santo que recuerda y actualiza, paso a paso, los misterios finales de la vida del Señor Jesucristo. En estos días, compartimos con Él la última cena en la que instituyó este mismo memorial para hacer presente, en memoria suya, lo que fue su entrega final por la salvación y la vida de todos. Le acompañamos después en los terribles momentos de su oración confiada y oscura en Getsemaní, en los diferentes pasos de la Pasión donde los hombres mostramos nuestra capacidad de despreciar y hacer el mal y Él su paciencia, servicio y amor fiel. Por último, celebramos su muerte, su entregar todo lo que había tomado y convivido con nosotros, nuestra propia carne que era también la suya. Y la entregó no como la había tomado sino perfecta, como carne de un hombre, por fin, plenamente obediente a la voluntad del Padre, el nuevo Adán, el Hijo que nos reincorpora a todos a la familia de los hijos. Hoy, en la noche y el día de Pascua revivimos y confesamos que toda esta entrega y sufrimiento tuvieron como consecuencia la vida y la salvación. Que el Padre pudo, por fin, tomar a un hombre perfecto abandonado completamente en sus manos y mostrar cuál había sido siempre su intención respecto de la humanidad: no someternos sino liberarlos, compartir con nosotros su propia vida y eternidad. Y sabemos que es así porque en la resurrección no solo se muestra el Verbo inmortal de Dios sino también su humanidad, el hombre Jesucristo, al que estaba indisolublemente unido. El que fue entregado y estuvo bien muerto y enterrado, se levantó de la muerte, volvió a ser el Dios eterno en plenitud que ya era pero también comenzó a ser el hombre nuevo, renacido a la vida de Dios, que ya no muerte ni sufre más. Revivimos hoy que la resurrección sucedió en la historia, como el resto de la historia del hombre Jesús, que fue realmente apresado, juzgado, despreciado, ejecutado. También resucitó como nos recordaba el texto del Evangelio, que fue el de la Vigilia pascual: cuando las mujeres acudieron al sepulcro, contemplaron la piedra quitada de en medio y que cuerpo muerto de Jesús, el crucificado, ya no está allí. A estas buenas mujeres les acaece un temblor de tierra y un ángel del Señor baja del cielo a comunicárselo porque el hecho sucedido en la historia, el domingo de pascua de aquel año, en realidad, abre esta historia a la eternidad porque lo sucedido ya es irrevocable, es para siempre. Es el mensaje que tienen que comunicar: que el Crucificado es ya el Resucitado y sigue caminando delante de ellos a Galilea donde todo empezó o no sabemos si para comenzar otra vez, aunque otras tradiciones hablan de Jerusalén. En realidad, se refiere a todas partes y a todos los tiempos: desde ese instante, Jesús está presente, sigue presente muy cerca de cada uno de nosotros y puede comunicarnos, gracias a su carne que es la nuestra ya glorificada, ya llegada a la meta, la misma fuerza de Dios, la misma realidad de Dios, el Espíritu Santo, la vida plena, la capacidad para ser verdaderos hijos de Dios. La historia sigue, continúa, con todos y cada uno de nosotros. Cristo Jesús, vivo, resucitado, está con nosotros cada día, en cada momento, como «amigo que nunca falla», compañero y esposo para nuestra vida, prueba firme de la fidelidad de Dios que logra comunicarnos, por fin, su propia vida.
Primera lectura: Hechos de los apóstoles 10, 34a. 37-43
En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo:
–«Conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.
Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea y en Jerusalén. Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección.
Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos. El testimonio de los profetas es unánime: que los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados.»
Segunda lectura: 1Corintios 5, 6b-8
Hermanos:
¿No sabéis que un poco de levadura fermenta toda la masa? Quitad la levadura vieja para ser una masa nueva, ya que sois panes ázimos. Porque ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo. Así, pues, celebremos la Pascua, no con levadura vieja (levadura de corrupción y de maldad), sino con los panes ázimos de la sinceridad y la verdad.
Evangelio: Mateo 28, 1-10
En la madrugada del sábado, al alborear el primer día de la semana, fueron María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro. Y de pronto tembló fuertemente la tierra, pues un ángel del Señor, bajando del cielo y acercándose, corrió la piedra y se sentó encima. Su aspecto era de relámpago y su vestido blanco como la nieve; los centinelas temblaron de miedo y quedaron como muertos. El ángel habló a las mujeres:
–«Vosotras, no temáis; ya sé que buscáis a Jesús, el crucificado.
No está aquí. Ha resucitado, como había dicho. Venid a ver el sitio donde yacía e id aprisa a decir a sus discípulos: «Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis.» Mirad, os lo he anunciado.»
Ellas se marcharon a toda prisa del sepulcro; impresionadas y llenas de alegría, corrieron a anunciarlo a los discípulos.
De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo:
–«Alegraos.»
Ellas se acercaron, se postraron ante él y le abrazaron los pies.
Jesús les dijo: –«No tengáis miedo: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán.