Jesús, ya en Jerusalén, enseña en el Templo y observa todo lo que sucede para enseñarnos a leer y entender la realidad y, lo que es más importante, a discernir lo que en ella se refiere a Dios y a la irrupción de su reino, recién llegado a la ciudad santa en la persona del Cristo. No solo se trata de grandes discursos y gestos inolvidables sino de conocer cómo afecta la intervención de Dios en los corazones de las personas. Está previniendo a los suyos contra los fariseos cuya vida de piedad solo es apariencia y contra los escribas cuyo conocimiento de la Escritura solo son teorías huecas, opiniones que no entran en el meollo del asunto, que es el misterio de Dios. Y que, además, luego no llevan a la vida. Jesús enseña que lo que más se necesita en la vida ordinaria y en las ocasiones extraordinarias es la fe. Pues la fe es el don de Dios y la disposición humana que nos hace ver la realidad tal y como es, esto es, nos permite el contacto inmediato con el misterio, que es el fondo de esta realidad y de donde surgen todos los movimientos que hay que conocer y ante los que hay que reaccionar. Frente al aparato religioso y político que se centra en el Templo, Jesús descubre a esta pobre viuda y su escasísima limosna que no sirve para mucho pero que manifiesta, según descubre Jesús, su corazón. Es lo que decía también la primera lectura: esa otra viuda, una extranjera de Sidón, muestra también, con su gesto, que confía en el profeta y en la Palabra de Dios que este porta y reparte y, al hacerlo permite la intervención directa de Dios en su vida y en la realidad toda. Ella se convierte en un signo de lo que verdaderamente se necesita: creer en el Dios que da la vida, que nos otorga todo lo que nos hace falta, de verdad. La fe es luz y lo que sostiene la vida. Jesús ve que esta mujer, que no tiene casi nada, ofrece a Dios todo lo que tiene para vivir, se pone por completo en sus manos, sabiendo que no se verá defraudada. El contraste con el Templo, sus oficiales y servidores, con el pueblo entero de Israel que ofrece allí lo que le sobra es completo. Son los creyentes como esta mujer los que van a comprender quién les visita y por qué. Van a «ver» que ha llegado, en su persona, el reino de Dios y nosotros entendemos por qué Jesús ha dicho, desde el comienzo, que ha venido para los pobres, los pecadores, los excluidos, los que esperan, de verdad, con la vida misma, la ayuda de Dios que los sostenga y levante. Esto es lo que trae Jesús y nos da, cada día. El perdón, la misericordia de Dios mismo, la confianza de tener un Amigo que nunca falla (Sta. Teresa). Se trata de su Gracia, su Amor que nos cura, alimenta, sostiene y levanta, nos lleva a una vida verdaderamente humana y a la eterna, tras la inevitable muerte. Pero todo ello requiere que confiemos plenamente, que reconozcamos en la humanidad pobre y humilde de Jesús al Dios verdadero que ha llegado para cumplir todas sus promesas.
Primera lectura: 1Reyes 17, 10-16
En aquellos días, el profeta Elías se puso en camino hacia Sarepta, y, al llegar a la puerta de la ciudad, encontró allí una viuda que recogía leña. La llamó y le dijo:
– «Por favor, tráeme un poco de agua en un jarro para que beba.»
Mientras iba a buscarla, le gritó:
–«Por favor, tráeme también en la mano un trozo de pan.»
Respondió ella:
– «Te juro por el Señor, tu Dios, que no tengo ni pan; me queda sólo un puñado de harina en el cántaro y un poco de aceite en la alcuza. Ya ves que estaba recogiendo un poco de leña. Voy a hacer un pan para mí y para mi hijo; nos lo comeremos y luego moriremos.»
Respondió Elías:
– «No temas. Anda, prepáralo como has dicho, pero primero hazme a mí un panecillo y tráemelo; para ti y para tu hijo lo harás después.
Porque así dice el Señor, Dios de Israel:
«La orza de harina no se vaciará,
la alcuza de aceite no se agotará,
hasta el día en que el Señor envíe
la lluvia sobre la tierra.»»
Ella se fue, hizo lo que le había dicho Elías, y comieron él, ella y su hijo.
Ni la orza de harina se vació, ni la alcuza de aceite se agotó, como lo había dicho el Señor por medio de Elías.
Segunda lectura: Hebreos 9,24-28
Cristo ha entrado no en un santuario construido por hombres –imagen del auténtico–, sino en el mismo cielo, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros.
Tampoco se ofrece a sí mismo muchas veces –como el sumo sacerdote, que entraba en el santuario todos los años y ofrecía sangre ajena; si hubiese sido así, tendría que haber padecido muchas veces, desde el principio del mundo–. De hecho5 él se ha manifestado una sola vez, al final de la historia, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo.
Por cuanto el destino de los hombres es morir una sola vez. Y después de la muerte, el juicio.
De la misma manera, Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos.
La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al pecado, a los que lo esperan, para salvarlos.
Evangelio: Marcos 12, 38-44
En aquel tiempo, entre lo que enseñaba Jesús a la gente, dijo:
– «¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas, con pretexto de largos rezos. Éstos recibirán una sentencia más rigurosa.»
Estando Jesús sentado enfrente del arca de las ofrendas, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos reales. Llamando a sus discípulos, les dijo:
– «Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.»