La Palabra de Dios, Cristo mismo, nos recuerda el otro gran pilar de la vida cristiana, en realidad, su fundamento y su sustento: la misericordia de Dios. El domingo pasado, Jesús nos hablaba de la necesidad, que se hace ya imperiosa, de convertirnos o perecer y en este nos explica cómo se hace realmente esta conversión, esta «vuelta hacia Dios», que es, en realidad, permitirle que rehaga, restaure nuestra vida y nos conduzca a nuestra meta que no es sino compartir la misma vida de Dios. Jesús lo hace hoy mediante una parábola, una de las más conocidas y con toda razón. Esta forma parte del capítulo 15 del Evangelio de Lucas, donde Jesús responde a los que le echan en cara que se acercaba a los pecadores, hablaba con ellos e, incluso, que «los acoge y come con ellos». Entre los judíos, sus compatriotas, hablar con según quién y, peor todavía, comer con ellos significaba implícitamente compartir y aprobar su vida. Especialmente el hecho de comer, que siempre se consideraba un acto piadoso o religioso que comenzaba, de hecho, con una bendición (como nosotros, más o menos) que unía a los que compartían la mesa en una especie de «comunión» de vida. Y Jesús le dice que lo hace y a sabiendas, que se sienta con ellos y comparte la mesa para ofrecerles, como también a quienes le critican, la misericordia de Dios de modo efectivo. Porque Jesús no solamente enseña, ilumina sobre la verdad de Dios sino que la acerca de modo efectivo a quienes la necesitan, es decir, a todos, los de aquel tiempo y los de ahora, los hombres de todos los tiempos. La cuestión es si Jesús, haciendo esto, «comprende», «acepta» y hasta «aprueba» a estos pecadores y personas que claramente no viven de acuerdo a la Ley, como a veces se nos lo interpreta en nuestros tiempos. Pero la parábola de hoy desmiente esta interpretación: Jesús se reúne con ellos, los enseña, los acoge, come con ellos pero para llamarles, precisamente, a la conversión. Pero no solo a ellos sino también a los «otros», los «bienpensantes», los que creemos que vivimos en «amistad con Dios» y que ya no necesitamos cambio ni conversión. Porque la parábola, en realidad, habla de Dios, de quien es ese «Inmenso Padre» como le llamaba san Juan de la Cruz, pero también habla de nosotros, sus hijos, de aquellos que han pedido «lo que les tocaba de la fortuna», de la riqueza familiar y se han marchado lejos, a vivir por su cuenta, con sus propias fuerzas y también de los que se han quedado bajo el techo del Padre. Jesús afirma claramente que unos y otros no conocen quién es el Padre: unos porque han huido con una idea preconcebida (o aprendida de otros que aún sabían menos) de Él creyendo que su amor y protección era, en realidad, una cárcel que les impedía ser ellos mismos. Los otros, quizá menos valientes o decididos, no han escuchado esa voz interior o exterior y se han quedado, pero fastidiados, rencorosos, esperando cada día la muerte del Padre para poder hacer lo mismo, quizá, que los otros hermanos. Unos y otros no se han sentido nunca en casa, no se han abierto a la verdad, no han sabido ni experimentado lo que confiesa san Juan de la Cruz: “llega a tanto la ternura y verdad de amor con que el inmenso Padre regala y engrandece a esta humilde y amorosa alma, ¡oh cosa maravillosa y digna de todo pavor y admiración!, que se sujeta a ella verdaderamente para la engrandecer, como si él fuese su siervo y ella fuese su señor. Y está tan solícito en la regalar, como si él fuese su esclavo y ella fuese su Dios”. Y esto solo se puede experimentar cuando se «vuelve», se retorna al Padre, a su casa, a su amor, reconociendo lo que haya que reconocer, que no será sino la propia verdad y realidad (en este caso, su alejamiento, su error de que para vivir su vida el Padre le estorba). Solo así, en el reencuentro, se ve el verdadero rostro de Dios, que es misericordia. Pero sin este abrirse a Él, sin este convertirnos, no queda sino la frustración, el autoengaño. La experiencia de Jesús era que los pecadores públicos, los «alejados oficiales», publicanos, prostitutas, por citar solamente a los más destacados son los más acogedores de la misericordia, los que mejor responden al perdón de Dios que restablece su amor: «sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco».
Primera lectura: Jos 5, 9a. 10-12
El pueblo de Dios, tras entrar en la tierra prometida, celebra la Pascua.
Lectura del libro de Josué.
EN aquellos días, dijo el Señor a Josué:
«Hoy os he quitado de encima el oprobio de Egipto».
Los hijos de Israel acamparon en Guilgal y celebraron allí la Pascua al atardecer del día catorce del mes, en la estepa de Jericó.
Al día siguiente a la Pascua, comieron ya de los productos de la tierra: ese día, panes ácimos y espigas tostadas.
Y desde ese día en que comenzaron a comer de los productos de la tierra, cesó el maná. Los hijos de Israel ya no tuvieron maná, sino que ya aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán.
Segunda lectura: 2 Cor 5, 17-21
HERMANOS:
Si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo.
Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación.
Porque Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirles cuenta de sus pecados, y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación.
Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios.
Al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él.
Evangelio: Lc 15, 1-3. 11-32
EN aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:
«Ése acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo esta parábola:
«Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre:
“Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”.
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada.
Recapacitando entonces, se dijo:
“Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”.
Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.
Su hijo le dijo:
“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”.
Pero el padre dijo a sus criados:
“Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”.
Y empezaron a celebrar el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello.
Éste le contestó:
“Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”.
Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Entonces él respondió a su padre:
“Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”.
El padre le dijo:
“Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”».


