«Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado»

29 Mar 2025 | Evangelio Dominical

La Palabra de Dios, Cristo mismo, nos recuerda el otro gran pilar de la vida cristiana, en realidad, su fundamento y su sustento: la misericordia de Dios. El domingo pasado, Jesús nos hablaba de la necesidad, que se hace ya imperiosa, de convertirnos o perecer y en este nos explica cómo se hace realmente esta conversión, esta «vuelta hacia Dios», que es, en realidad, permitirle que rehaga, restaure nuestra vida y nos conduzca a nuestra meta que no es sino compartir la misma vida de Dios. Jesús lo hace hoy mediante una parábola, una de las más conocidas y con toda razón. Esta forma parte del capítulo 15 del Evangelio de Lucas, donde Jesús responde a los que le echan en cara que se acercaba a los pecadores, hablaba con ellos e, incluso, que «los acoge y come con ellos». Entre los judíos, sus compatriotas, hablar con según quién y, peor todavía, comer con ellos significaba implícitamente compartir y aprobar su vida. Especialmente el hecho de comer, que siempre se consideraba un acto piadoso o religioso que comenzaba, de hecho, con una bendición (como nosotros, más o menos) que unía a los que compartían la mesa en una especie de «comunión» de vida. Y Jesús le dice que lo hace y a sabiendas, que se sienta con ellos y comparte la mesa para ofrecerles, como también a quienes le critican, la misericordia de Dios de modo efectivo. Porque Jesús no solamente enseña, ilumina sobre la verdad de Dios sino que la acerca de modo efectivo a quienes la necesitan, es decir, a todos, los de aquel tiempo y los de ahora, los hombres de todos los tiempos. La cuestión es si Jesús, haciendo esto, «comprende», «acepta» y hasta «aprueba» a estos pecadores y personas que claramente no viven de acuerdo a la Ley, como a veces se nos lo interpreta en nuestros tiempos. Pero la parábola de hoy desmiente esta interpretación: Jesús se reúne con ellos, los enseña, los acoge, come con ellos pero para llamarles, precisamente, a la conversión. Pero no solo a ellos sino también a los «otros», los «bienpensantes», los que creemos que vivimos en «amistad con Dios» y que ya no necesitamos cambio ni conversión. Porque la parábola, en realidad, habla de Dios, de quien es ese «Inmenso Padre» como le llamaba san Juan de la Cruz, pero también habla de nosotros, sus hijos, de aquellos que han pedido «lo que les tocaba de la fortuna», de la riqueza familiar y se han marchado lejos, a vivir por su cuenta, con sus propias fuerzas y también de los que se han quedado bajo el techo del Padre. Jesús afirma claramente que unos y otros no conocen quién es el Padre: unos porque han huido con una idea preconcebida (o aprendida de otros que aún sabían menos) de Él creyendo que su amor y protección era, en realidad, una cárcel que les impedía ser ellos mismos. Los otros, quizá menos valientes o decididos, no han escuchado esa voz interior o exterior y se han quedado, pero fastidiados, rencorosos, esperando cada día la muerte del Padre para poder hacer lo mismo, quizá, que los otros hermanos. Unos y otros no se han sentido nunca en casa, no se han abierto a la verdad, no han sabido ni experimentado lo que confiesa san Juan de la Cruz: “llega a tanto la ternura y verdad de amor con que el inmenso Padre regala y engrandece a esta humilde y amorosa alma, ¡oh cosa maravillosa y digna de todo pavor y admiración!, que se sujeta a ella verdaderamente para la engrandecer, como si él fuese su siervo y ella fuese su señor. Y está tan solícito en la regalar, como si él fuese su esclavo y ella fuese su Dios”. Y esto solo se puede experimentar cuando se «vuelve», se retorna al Padre, a su casa, a su amor, reconociendo lo que haya que reconocer, que no será sino la propia verdad y realidad (en este caso, su alejamiento, su error de que para vivir su vida el Padre le estorba). Solo así, en el reencuentro, se ve el verdadero rostro de Dios, que es misericordia. Pero sin este abrirse a Él, sin este convertirnos, no queda sino la frustración, el autoengaño. La experiencia de Jesús era que los pecadores públicos, los «alejados oficiales», publicanos, prostitutas, por citar solamente a los más destacados son los más acogedores de la misericordia, los que mejor responden al perdón de Dios que restablece su amor: «sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco».

Primera lectura: Jos 5, 9a. 10-12

Segunda lectura: 2 Cor 5, 17-21

Evangelio: Lc 15, 1-3. 11-32