En este tiempo del Adviento, de entrada, se «reinicia» el año litúrgico o la vivencia de nuestra fe cristiana en la celebración diaria, semanal y en sus núcleos esenciales (Navidad y Pascua) y comenzamos, o recomenzamos, ojalá que «de bien en mejor» reviviendo la fe y el amor desde la esperanza. Porque en Adviento se nos recuerda que nuestra vivencia cristiana no está anclada en esta tierra sino en el cielo. Nuestra fe nos pide siempre elevar la mirada hacia Cristo que tiene que volver, como prometió, en la plenitud de su poder para llevarnos a todos y a la creación entera, a su culminación. Como nos recordaba la primera lectura, este fin de todas las cosas consistirá en la «reordenación» de cielo y tierra poniendo verdaderamente de relieve la presencia de Dios y su comunión con los hombres. Ese «monte de la casa del Señor» situado en la cima de todas las montañas, a la vista y alcance, pues, de cualquiera, se convertirá en la verdadera Jerusalén que baja del cielo como ciudad y esposa donde cohabitan en plena comunión Dios y los hombres, ya en el libro del Apocalipsis. En el Evangelio hemos escuchado un fragmento del discurso escatológico de san Mateo, el evangelista que nos acompañará especialmente este año. Porque Jesús también habló de este fin al que tiende nuestra fe y nuestra vida, y que tiene que tirar de ella para que no se enrede con las cosas de este mundo, que siempre decaen y acaban fracasando, y así caigamos en la desesperanza. En primer lugar, este fin se identifica con la venida definitiva del Hijo del hombre, esto es, del mismo Jesús a quien han visto marcharse tras culminar su Misión entre nosotros. Se nos advierte que esta venida significará una ruptura radical de la vida común o normal. Todo sucedía como siempre hasta que dejó de hacerlo y se interrumpieron todo lo que consideramos nuestra vida, como ya sucedió en tiempos del diluvio. Será entonces el momento del juicio, de la valoración verdadera por parte de Dios de toda nuestra vida, empezando por los que sean contemporáneos a ese momento. Dicha valoración y juicio será desde el interior, desde lo desconocido hacia fuera y que solo Dios conoce, por eso solo Dios conoce la razón de por qué de dos hombres en el campo uno será llevado y otro dejado, y lo mismo entre las dos mujeres que estén moliendo. La consecuencia es que debemos vivir en vela, atentos a toda la vida, dejando que la fe la vaya cambiando y transformando a fin de lograr esa auténtica renovación interior, único modo de ir viviendo en la comunión con Dios que será el criterio para que nuestra vida entera sea «llevada», y salvada completamente porque ha podido ser redimida. No sabemos ni podemos saber el día y la hora cuando todo ser terminará, a nivel general y para cada uno, con el día de nuestra muerte, por eso lo más sensato y razonable es vivir y aprovechar cada día haciendo nuestra la gracia y el amor de Dios en Cristo, pues para eso vino en primer lugar, para esto se hizo hombre, para advertirnos y dejarnos los medios para poder salvarnos y cambiar de veras. Pero hemos de guardarnos, vigilando, no dejándonos llevar por las fuerzas e ideas que nos quieren destruir. Celebrar el Adviento es reavivar en nosotros y nuestras comunidades este deber de estar preparados. De nada sirven las ideas, las lecturas, el pensar recto si no lo aplicamos a nuestra vida porque solo es ésta, la vida, la que importa y acaba contando al final de todas las cosas. Solo quien se deje salvar y transformar podrá llegar a la meta.


