En este último domingo de esta cuaresma, anterior a Ramos, la Palabra de Dios se quita definitivamente la careta y nos habla directamente de la Nueva Alianza, la obra perenne de Jesús. Hemos escuchado el texto de Jeremías (31,31-34) que ya asomaba en las lecturas del domingo anterior, el mismo profeta que predijo el fin de la primera alianza y lo tuvo que sufrir en los terribles días de la conquista y destrucción de Jerusalén y del Templo. Desde el mismo corazón de aquel desastre que parecía verdaderamente el final de todo, anunció también cómo Dios pensaba constituir la nueva y definitiva relación entre Él y los hombres que acababa de saltar por los aires. Se trata de que «meteré mi Ley en su pecho, la escribiré en sus corazones» para que yo sea, de verdad, su Dios, y ellos, de verdad, mi pueblo. Tomada la decisión, solo quedaba llevarla a cumplimiento, conocer y ejecutar los detalles. Como ya adelantaba el Evangelio del domingo anterior y desvela completamente el de hoy, se trata de la «hora», de la glorificación del Hijo de Dios hecho hijo del hombre, que se consumará cuando «yo sea elevado sobre la tierra», esto es cuando muera en la cruz. Este será el Signo que atraerá a todos, esto es, interesará a todos de tal modo que los haga acercarse para que el corazón de cada uno se vea también traspasado por este amor y esta entrega y se escriba en cada hombre la Ley del amor y de la entrega, la que dice y obra que solo sirve quien sirve, que solo ama quien da la vida no quien la retiene y se la reserva. En el relato evangélico es el interés de unos paganos prosélitos (postulantes a judíos) por ver a Jesús lo que dispara la revelación. Jesús manifiesta que ha llegado la «hora», el momento de su manifestación definitiva, que Él mismo define como su «glorificación», esto es, la culminación de su misión y retorno al Padre tras haber cumplido plenamente con el encargo recibido. Y afirma claramente que se trata de morir, de caer en tierra, ser enterrado y dar fruto, como hace el trigo; lo contrario es quedar infecundo, esto es, no servir para nada, creerse que uno tiene sentido por sí mismo, aislado de lo que vino antes y de lo que vendrá después. Por eso, Jesús lo propone como camino para todos los discípulos: servirle a Él es no guardarse uno para sí mismo (y desperdiciarse) sino lo contrario, guardarse a uno mismo para la vida eterna, subsistir para siempre, llegar a la meta creatural, aquello para lo que fuimos hechos por Dios mismo. El texto también contiene lo que se ha interpretado como la versión joánica de lo que otros evangelios narran en la agonía de Jesús en Getsemaní. Ante todo lo dicho (la hora, la glorificación, el final que llega) Jesús confiesa que su alma está agitada y que lo que le sale, humanamente, de dentro, es pedir al Padre que le libre de esta hora (si no hubiese sentido esta angustia, no hubiese sido verdaderamente humano; si acaso un fanático o alguien que simula ser hombre). A Jesús le responde directamente una «voz del cielo» afirmando que «lo he glorificado y lo volveré a glorificar». Jesús revela que esa voz no ha venido para reafirmarle a Él sino a nosotros y que significa que Dios ratifica el juicio del mundo que supone la opción asumida libremente por Jesús de dar la vida. Es el comienzo, pues, de la nueva creación. Todos los que crean a este hombre y escuchen en Él la voz de Dios y, tras comprender su entrega, decidan seguirle por ese camino, encontrarán escrita en su corazón, en el centro de su vida consciente, la Ley que dice que somos hijos de Dios y tenemos y podemos vivir como verdaderos hermanos.
Primera lectura: Jeremías 31, 31-34
«Mirad que llegan días –oráculo del Señor–
en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá
una alianza nueva.
No como la alianza que hice con sus padres,
cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto:
ellos quebrantaron mi alianza, aunque yo era su Señor
–oráculo del Señor–.
Sino que así será la alianza que haré con ellos,
después de aquellos días –oráculo del Señor–
Meteré mi ley en su pecho,
la escribiré en sus corazones;
yo seré su Dios,
y ellos serán mi pueblo.
Y no tendrá que enseñar uno a su prójimo,
el otro a su hermano, diciendo:
«Reconoce al Señor.»
Porque todos me conocerán,
desde el pequeño al grande
–oráculo del Señor–,
cuando perdone sus crímenes
y no recuerde sus pecados.»
Segunda lectura: Hebreos 5, 7-9
Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado.
El, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna.
Evangelio: Juan 12, 20-33
En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; éstos, acercándosela Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban:
– «Señor, quisiéramos ver a Jesús.»
Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.
Jesús les contestó:
– «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre.
Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, que a infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este, mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará.
Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.»
Entonces vino una voz del cielo:
–«Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.»
La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel.
Jesús tomó la palabra y dijo:
–«Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.»
Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba morir.