Se nos recuerda hoy, especialmente en el Evangelio, que Jesús no resucitó solo para volver al Padre, esto es, para volver a la derecha de Dios y «quedarse» allí sin más, una vez completada y con pleno éxito su misión. Ciertamente, Jesús subió al Padre, recuperó la plena comunión y condición divina, la que no «había querido retener ávidamente» (cfr. Flp 2,6) pero sigue aquí con nosotros, recorriendo los caminos del mundo en búsqueda, especialmente, según nos recordaba el Evangelio, de discípulos desencantados y desesperanzados. Si lo pensamos un poco, la condición o clase de estos discípulos, hoy abunda. A cuántos hemos conocido y tratamos que se han desilusionado de su experiencia de fe, en especial de la oración, la comunión fraterna y el tomarse en serio los mandamientos de Cristo por muchas razones. Se nos decía que no es nada nuevo, que sucedió al principio en los que pensaban que todo acabó en la cruz o poco después y no eran capaces de creer a esas mujeres que vinieron diciendo que el cuerpo del crucificado no estaba ya en su tumba y que, incluso, se les había mostrado vivo y les había trasmitido mensajes de esperanza, como antes de que todo se arruinara. Para estos y otros casos, hoy nos queda claro que Jesús mismo sigue recorriendo los caminos de desesperanza y desilusión de este mundo y volviendo a explicarlo todo las veces que sean necesarias pero señalándonos a todos donde podemos encontrar esa certeza de la verdad de la fe en Él que siempre necesitaremos. Esa certeza sigue presente en la correcta interpretación de la Escritura, de acuerdo a la Tradición que la hizo nacer y la sostiene desde entonces. Muy especialmente los profetas, los Salmos pero, en el fondo y la forma, toda la Escritura hablan de esta verdad, de que todo lo planeado y querido por Dios sigue siendo hoy realidad gozosa gracias al misterio pascual de su Hijo único encarnado, hombre verdadero también, que se entregó hasta el fin y así hizo resucitar su humanidad, la misma que la nuestra, abriéndola definitivamente a la acción divina: a su amistad y compañía, al amor y la misericordia del Padre, ahora también nuestro Padre y a la fuerza del Espíritu que fue quien «perfeccionó» al hombre Jesucristo mostrando en El una vida humana plenamente sometida a la voluntad de Dios, que es nuestra vida y esperanza. Si dudamos, si perdemos el camino o la confianza, acudamos a la Palabra y a quien nos la pueda explicar según el sentir de siglos de la Iglesia, celebrémosla, oremos y presentemos nuestra ofrenda junto con la de Cristo en la fracción del pan y recibamos de Él en la Cena, la única «que recrea y enamora» como escribió san Juan de la Cruz, todo lo que quiere Dios darnos.
Primera lectura: Hechos de los apóstoles 2, 14. 22-33
El día de Pentecostés, Pedro, de pie con los Once, pidió atención y les dirigió la palabra:
–«Judíos y vecinos todos de Jerusalén, escuchad mis palabras y enteraos bien de lo que pasa. Escuchadme, israelitas: Os hablo de Jesús Nazareno, el hombre que Dios acreditó ante vosotros realizando por su medio los milagros, signos y prodigios que conocéis. Conforme al designio previsto y sancionado por Dios, os lo entregaron, y vosotros, por mano de paganos, lo matasteis en una cruz. Pero Dios lo resucitó, rompiendo las ataduras de la muerte; no era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio, pues David dice:
«Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón,
exulta mi lengua,
y mi carne descansa esperanzada.
Porque no me entregarás a la muerte
ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
Me has enseñado el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia.»
Hermanos, permitidme hablaros con franqueza: El patriarca David murió y lo enterraron, y conservamos su sepulcro hasta el día de hoy. Pero era profeta y sabía que Dios le había prometido con juramento sentar en su trono a un descendiente suyo; cuando dijo que “no lo entregaría a la muerte y que su carne no conocería la corrupción”, hablaba previendo la resurrección del Mesías. Pues bien, Dios resucitó a este Jesús, y todos nosotros somos testigos.
Ahora, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo que estaba prometido, y lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo.»
Segunda lectura: 1Pedro 1, 17-21
Queridos hermanos:
Si llamáis Padre al que juzga a cada uno, según sus obras, sin parcialidad, tomad en serio vuestro proceder en esta vida.
Ya sabéis con qué os rescataron de ese proceder inútil recibido de vuestros padres: no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha, previsto antes de la creación del mundo y manifestado al final de los tiempos por nuestro bien.
Por Cristo vosotros creéis en Dios, que lo resucitó de entre los muertos y le dio gloria, y así habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza.
Evangelio: Lucas 24, 13-35
Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acerco y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.
Él les dijo:
«¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?» Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén, que no sabes lo que ha pasado allí estos días?»
Él les preguntó:
–«¿Qué?»
Ellos le contestaron:
_«Lo de Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves: hace dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado: pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron.»
Entonces Jesús les dijo:
–«¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria? »
Y, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura.
Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir adelante; pero ellos le apremiaron, diciendo:
–«Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída.»
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció.
Ellos comentaron:
–«¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?»
Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo:
–«Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.»
Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.