Jesús siempre habla y enseña la verdad porque a eso ha venido y esta verdad no solo descubre los entresijos de la realidad de su tiempo sino que sirve para todo tiempo. Jesús conoce a Dios y también al hombre y, por supuesto, sabe cuando las relaciones entre ambos son verdaderas o no. Los fariseos eran como la élite religiosa de su tiempo, los que más y mejor respondían a Dios y vivían la Alianza, estudiaban, averiguaban y luego cumplían hasta el más pequeño precepto de la Ley. Jesús les reconoce que ocupan la misma cátedra de enseñanza de Moisés pero ha de advertir con mucha dureza a los suyos y a todos que si bien pueden guiarse por su enseñanza y sus palabras, no deben hacerlo por sus actos. Pues ellos mismos no viven como enseñan. Será por creerse mejores o porque piensan que interpretan correctamente la revelación y así la dominan, parece que piensan que pueden hacer lo que les parezca y usar ese conocimiento para aprovecharse. Es un peligro para el hombre religioso de todos los tiempos, no algo propio de los judíos o el clero. La religión tiene que ver, sobre todo, con la verdad, con lo que siempre ha sido y siempre será, no es una mera dimensión humana, pues es la revelación del Dios verdadero. Y si algo distingue a la verdad es que es igual para todos. Conocerla y enseñarla tiene que ser, primero, ajustar a ella la propia vida. La única dignidad que se tiene que buscar ante la verdad es que nos transforme la vida, que la adapte a lo que sabemos, conocemos y queremos vivir. Primero, conocer y estudiar la verdad es hacerla más llevadera, comprensible a los demás, no lo contrario. Ha sucedido y sucede que se estudia la revelación no para profundizarla sino para sacar de ella lo que nos parece que debería estar según un precepto preconcebido o copiado del «mundo» o se piensa que sus exigencias son férreas pero se aplican solo a los que no lo conocen: saber (gnosis) no es lo decisivo sino que este conocer se transforme en vida. Aunque aún es peor buscar y exigir de los demás un trato preferencial, honores y reconocimientos, basándose en lo que uno sabe o incluso en lo que vive o en el cargo que ocupa. Jesús no tolera esto entre los suyos porque nosotros solo tenemos un Maestro, que es Él, y un Padre, el que Él nos ha dado y esto nos convierte en hermanos. Se puede ser, sí, maestros y padres pero a condición de ser verdaderamente conocedores y obradores de la verdad y fuentes que la transmiten sin adulterarla con los propios intereses, dudas, oscuridades y pecado. Y con la condición subyacente de que se asemejen en amor, servicio y entrega al único Maestro y Señor, que se vayan dejando configurar cada vez más a Cristo, de modo que lo señalen y hagan presente. Entre nosotros, el primero quien más sirve, quién más se entrega por completo a amar y servir, como el único Maestro. Y ante la realidad y verdad de Cristo, quien se ensalza a sí mismo en realidad se ridiculiza pero quien se humilla como Jesús es quien es exaltado, quien llega a ser como Él.
Primera lectura: Malaquías 1, l4b-2, 2b. 8-10
«Yo soy el Gran Rey,
y mi nombre es respetado en las naciones
–dice el Señor de los ejércitos–.
Y ahora os toca a vosotros, sacerdotes.
Si no obedecéis y no os proponéis
dar gloria a mi nombre
–dice el Señor de los ejércitos–,
os enviaré mi maldición.
Os apartasteis del camino,
habéis hecho tropezar a muchos en la ley,
habéis invalidado mi alianza con Leví
–dice el Señor de los ejércitos–.
Pues yo os haré despreciables
y viles ante el pueblo,
por no haber guardado mis caminos,
y porque os fijáis en las personas
al aplicar la ley.
¿No tenemos todos un solo padre?
¿No nos creó el mismo Señor?
¿Por qué, pues, el hombre
despoja a su prójimo,
profanando la alianza de nuestros padres?»
Segunda lectura: 1Tesalonicenses 2, 7b-9. 13
Hermanos:
Os tratamos con delicadeza, como una madre cuida de sus hijos.
Os teníamos tanto cariño que deseábamos entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas, porque os habíais ganado nuestro amor.
Recordad si no, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no serle gravoso a nadie, proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios.
Ésa es la razón por la que no cesamos de dar gracias a Dios, porque al recibir la palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre, sino, cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece operante en vosotros los creyentes.
Evangelio: Mateo 23, 1-12
En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo:
–«En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen.
Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar.
Todo lo que hacen es pira que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros.
Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos.
Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo.
No os dejéis llamar consejeros, porque uno solo es vuestro consejero, Cristo.
El primero entre vosotros será vuestro servidor.
El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. »