Jesús continúa la instrucción de sus discípulos ya comenzada en el fragmento que leíamos el domingo anterior, tras la «confesión» de fe de Pedro. Se trata de un tiempo especial entre él y los suyos –»no quería que nadie se enterase»– decía el Evangelio, porque lo que explicaba era duro y complicado, la enseñanza más difícil, pero también la más importante: se trataba de entender el verdadero camino del Mesías, el que lleva, misteriosamente, desde este mundo de miseria, pecado y alegrías temporales, a la vida eterna, a la vida que desde siempre Dios ha querido compartir con todos nosotros. El Evangelio dice que ellos no entendían y con razón: para ir donde no sabes has de ir por donde no sabes ni imaginas escribió San Juan de la Cruz. Jesús explica lo desconocido, los introduce al misterio de la actuación de Dios que pasa no porque el Mesías tome el poder e imponga el paraíso en este mundo, sino por el abajamiento, el sufrimiento y la muerte, que termina en la resurrección, lo que aún dificulta más el comprender. Los discípulos, recalca el Evangelio no entendían y les daba miedo preguntar. Jesús, una vez en casa les pregunta desde otra perspectiva: «¿de qué discutíais?» Él lo sabe pero quiere enseñarles, y aprovecha lo que guardan en el corazón y que no quieren manifestar para que se adentren en el misterio. En este camino, el primero es el último, el que se pone al servicio de todos es quien realmente vence, se gana a sí mismo y hace presente el reino que Dios quiere implantar. Y les da una lección bien práctica: tomando a un niño, símbolo de quien acoge sin prejuicios el amor de Dios y de quien no cuenta nada en la sociedad humana, lo puso en medio, lo abrazó y declaró cuál es el verdadero esfuerzo cristiano. Se trata de acoger la fuerza y la presencia de Dios, será Él quien haga realidad estas cosas, con la imprescindible colaboración humana. Lo que pretendemos aquí, la sanación de raíz, en profundidad, del hombre y de la creación entera, comienza, no obstante, por este gento tan sencillo: acoger –y por tanto creer– que el Dios verdadero está empeñado en esto, en salvarnos y volvernos a Él y que este empeño le va a costar la entrega de su propio Hijo.
Primera lectura: Sabiduría 2, 17-20
Se dijeron los impíos:
«Acechemos al justo,
veamos si sus palabras son verdaderas,
comprobando el desenlace de su vida.
Si es el justo hijo de Dios, lo auxiliará
y lo librará del poder de sus enemigos;
lo someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura,
para comprobar su moderación
y apreciar su paciencia;
lo condenaremos a muerte ignominiosa,
pues dice que hay quien se ocupa de él.»
Segunda lectura: Santiago 3, 16-4, 3
Queridos hermanos:
Donde hay envidias y rivalidades, hay desorden y toda clase de males.
La sabiduría que viene de arriba ante todo es pura y, además, es amante de la paz, comprensiva, dócil, llena de misericordia y buenas obras, constante, sincera.
Los que procuran la paz están sembrando la paz, y su fruto es la justicia.
¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, que luchan en vuestros miembros? Codiciáis y no tenéis; matáis, ardéis en envidia y no alcanzáis nada; os combatís y os hacéis la guerra.
No tenéis, porque no pedís. Pedís y no recibís, porque pedís mal, para dar satisfacción a vuestras pasiones.
Evangelio: Marcos 9, 30-37
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía:
– «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará.»
Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle.
Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó:
–«¿De qué discutíais por el camino?»
Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo:
–«Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.»
Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
– «El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.»