El quinto domingo de la Cuaresma en este ciclo C de las lecturas nos presenta este hermoso relato que pertenece ciertamente a la Tradición evangélica pero no parece encajar exactamente en la redacción de ninguno de los Evangelios, especialmente en este de Juan en el que se encuentra. Esto es, se nos narra ciertamente un hecho de la vida de Jesús, un signo prácticamente milagroso: «mirad que realizo algo nuevo», como nos adelantaba la primera lectura. Se nos da un atisbo para que pensemos cómo nos ha llegado la Tradición de los hechos y dichos del Señor, a través de relatos puestos por escrito no sabemos muy bien dónde ni por quién pero sí que estuvieron en todo momento acompañados por la inspiración del mismo Espíritu Santo, que les aseguraba poder penetrar y transmitir la verdad del acontecimiento. Así se introdujeron en este inmenso río de la Tradición, que oral y escrita, ha traído el Evangelio a nosotros. De esta Tradición bebieron y tomaron el material los evangelistas para elaborar, también inspirados por el Espíritu, sus escritos. Este relato es buena muestra de todo ello, no sabemos donde se originó ni quién contó y luego puso por escrito este hecho de la vida de Jesús que luego circuló por ahí hasta que fue, providencialmente, copiado, según se piensa, en un lugar vacío de un manuscrito que pertenecía al Evangelio de san Juan. Según los especialistas, no se acuerda con el texto de san Juan ni con su modo de escribir o su teología pero, sin duda, concuerda con lo que los Evangelios nos dicen sobre el hablar y actuar de Jesús. Decía que se trata casi de un milagro porque es, sin duda, un hecho extraordinario, una gran novedad que Jesús obra y explica contra la misma tradición del Antiguo Testamento. Y lo hizo para mostrar lo que había venido a renovar: el corazón del hombre, el lugar de donde sale el mal y que, perdonado y renovado, se convertirá en el origen del bien y la verdad para cada hombre. Se nos narra como mientras Jesús enseña, los fariseos y escribas le traen delante una mujer sorprendida en flagrante adulterio, esto es, una pecadora pillada en un acto que no podía negar y que la Ley ordenaba castigar con la muerte mediante lapidación. Es la mayor trampa y prueba que le han tendido a Jesús, donde se reúne la doctrina y la vida. No se trata en esta ocasión de opinar sobre el divorcio o la resurrección sino de juzgar si una persona, una mujer, debe vivir o morir. La Ley manda claramente apedrearla (cfr. Lv 20,10: «serán castigados con la muerte: el adúltero y la adúltera»). Jesús afronte el reto magistralmente: con toda su calma, permanece en silencio mientras escribe algo en el suelo (qué escribió se lo ha preguntado la Tradición desde siempre y nos lo seguimos preguntando nosotros), quizá como un mero gesto para que los acusadores reflexionaran o para dejar espacio para que reciban lo que va a decir. Jesús no responde con rapidez ni con ira, como otras veces, pues sabe perfectamente que una vida está en inminente peligro. Y como ellos insistían les suelta esta frase demoledora que revela, a la vez, la miseria del hombre y la grandeza de la obra de Dios: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». Es un golpe único, magistral que deshace por completo su presunción al hacer que cada uno de los que acusan se vean como son ante Dios: pecadores sin derecho a juzgar sino necesitamos, como la misma mujer, del perdón. Señalar el pecado de los demás tiene este efecto, si aun nos queda algo de conciencia o temor de Dios: que reconozcamos que somos o podemos ser lo mismo y que no tenemos derecho a juzgar. Dejan, pues, este juicio en manos de Jesús. Sin quererlo, le están reconociendo su papel como único juez de los hombres. Y Jesús no juzga, sino que perdona. No justifica a la mujer, no se compadece de ella por estar oprimida o despreciada –que entonces sí lo estaba–, no la comprende y menos disculpa por lo que ha hecho sino que, como a cualquier, hombre, mujer, sacerdote o profeta, la perdona: «tampoco yo te condeno» pero «vete y no peques más». Se nos descubre así mediante un gesto magnífico y que habla más claro que muchos discursos el propósito de la Misión de Jesús: hacer patente y real el perdón de Dios, su inmensa misericordia. Y también que no lo hace para que nos quedemos tranquilos o en paz, para que sigamos pecando pues no podemos hacer otra cosa, sino para todo lo contrario: para que cualquier hombre o mujer, vaya y no peque más, para que vivamos realmente como hijos de Dios y hermanos unos de otros.
Primera lectura: Is 43, 16-21
ESTO dice el Señor,
que abrió camino en el mar
y una senda en las aguas impetuosas;
que sacó a batalla carros y caballos,
la tropa y los héroes:
caían para no levantarse,
se apagaron como mecha que se extingue:
«No recordéis lo de antaño,
no penséis en lo antiguo;
mirad que realizo algo nuevo;
ya está brotando, ¿no lo notáis?
Abriré un camino en el desierto,
corrientes en el yermo.
Me glorificarán las bestias salvajes,
chacales y avestruces,
porque pondré agua en el desierto,
corrientes en la estepa,
para dar de beber a mi pueblo elegido,
a este pueblo que me he formado
para que proclame mi alabanza».
Segunda lectura: Flp 3, 8-14
HERMANOS:
Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor.
Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en él, no con una justicia mía, la de la ley, sino con la que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe. Todo para conocerlo a él, y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, con la esperanza de llegar a la resurrección de entre los muertos.
No es que ya lo haya conseguido o que ya sea perfecto: yo lo persigo, a ver si lo alcanzo como yo he sido alcanzado por Cristo.
Hermanos, yo no pienso haber conseguido el premio. Sólo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, hacia el premio, al cual me llama Dios desde arriba en Cristo Jesús.
Evangelio: Jn 8, 1-11
EN aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.
Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?».
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
«El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante.
Jesús se incorporó y le preguntó:
«Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?».
Ella contestó:
«Ninguno, Señor».
Jesús dijo:
«Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».


