Jesús continúa dirigiéndose a su comunidad de entonces y de ahora, a nosotros. Si el domingo pasado se nos hablaba del contexto y de las circunstancias históricas en que vivimos nuestra fe y vida fraterna: de cómo es preciso recibir y sostener viva y libre de toda influencia negativa la verdad que es el mismo Cristo que vive entre nosotros y acompaña cada una de nuestras vidas. Hoy sus palabras se dirigen a la entraña misma del seguimiento de su Persona y lo que significa, en la práctica. Ante todo, se nos recuerda que seguirle, después que nos haya llamado y hayamos querido irnos detrás, es preciso ordenar afectos y prioridades. Seguir a Cristo no es seguir ningún sentimiento o «iluminación» que destruya todas las relaciones y afectos que tengamos. Se trata más bien de un proceso de «reordenación», de resituar nuestras prioridades en lo que es verdaderamente importante. El encuentro con Cristo no es como encontrar luz, sabiduría, doctrinas sobre las que fundar la vida sino, ante todo, salvación, redención. Bajo su mirada, reconocemos el amor inmenso y la misericordia de Dios que viene a cada uno, a nuestras miserias y pecados, para socorrer, perdonar, renovar la vida y la ilusión. Cristo no encuentra personas ya perfectas o salvadas y les propone otro programa alternativo sino que lo primero que hace es acoger, alentar, curar, reparar. Y respecto a esto, todo comienza, según Jesús, por reorganizar nuestros afectos, cómo y por qué medios creemos encontrar la felicidad y la plenitud en la vida. San Juan de la Cruz comentó todo esto hablando del desorden de los apetitos en cada hombre. No estamos bien, no hemos tenido buenos ejemplos y dirigimos nuestra vida no mediante el amor, que es lo que vivifica, sino buscando lo que más no atrae y apetece. Por eso Jesús comienza por los afectos que son o deberían ser lo más cercanos y afirma que que hay que quererle a Él más que al padre o la madre, al hijo o a la hija porque de otro modo no seremos dignos de su Persona, de su amor, de la salvación que derrama en nuestras vidas. Esto no significa romper, dejar de amar, «odiar» (como algunos mal traducen otros pasajes evangélicos) a la propia familia más entrañable (padres e hijos), rechazar… Se trata de renovar estos afectos buenos, naturales, necesarios desde la raíz del amar y seguir a Cristo. El amor a Él, su seguimiento, el Evangelio y los mandamientos son lo primero, lo más importante, la base, el origen del amor verdadero. Responderle a Él con todo el corazón, el alma y las fuerzas es consentir a que este amor inmenso se derrame en nuestra existencia, nos redima y salve y renueve y «santifique», esto es, salve y preserve para la eternidad esos amores que nos hacen humanos gracias al amor que nos ha devuelto la verdadera humanidad. Para hacer esto es preciso tomar la cruz, pues aunque este amor nos atraiga y aun arrastre («con ansias en amores inflamada» sale el alma de sí según san Juan de la Cruz), amar significa arrostrar muchas incomodidades, dejar nuestra «zona de confort» pero a base de bien. Pues se trata de recentrar nuestra vida en Cristo y no en nosotros (que es lo que tenemos habitualmente). Y lo que Cristo afirma de Él lo quiere también para sus verdaderos seguidores y servidores: recibirlos a ellos es recibirle a Él y encontrase con esta misma fuerza de perdón y renovación y que nos llena de problemas. Quien acoge la verdad de Dios en Cristo recibe la vida, el amor y la esperanza misma de Cristo (primera lectura), está en el camino que conduce a la plenitud, el que recorremos con Jesús y en nuestra familia de fe.
Primera lectura: 2Reyes 4, 8-11. 14-16a
Un día pasaba Eliseo por Sunam, y una mujer rica lo invitó con insistencia a comer. Y, siempre que pasaba por allí, iba a comer a su casa. Ella dijo a su marido:
–«Me consta que ese hombre de Dios es un santo; con frecuencia pasa por nuestra casa. Vamos a prepararle una habitación pequeña, cerrada, en el piso superior; le ponemos allí una cama, una mesa, una silla y un candil, y así, cuando venga a visitarnos, se quedará aquí. » Un día llegó allí, entró en la habitación y se acostó.
Dijo a su criado Guejazi:
–«¿Qué podríamos hacer por ella?» Guejazi comentó:
–«Qué sé yo. No tiene hijos, y su marido es viejo.»
Eliseo dijo:
–«Llámala.»
La llamó. Ella se quedó junto a la puerta, y Eliseo le dijo:
–«El año que viene, por estas fechas, abrazarás a un hijo.»
Segunda lectura: Romanos 6, 3-4. 8-11
Hermanos:
Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte.
Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva.
Por tanto, si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él. Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre; y su vivir es un vivir para Dios.
Lo mismo vosotros, consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.
Evangelio: Mateo 10, 37-42
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles:
–«El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí.
El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará. El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo.
El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro.»