Todo lo escuchado, revivido, recordado durante estas fiestas pascuales, y durante todo el año en la liturgia, se resume y se celebra en esta Fiesta de la Santísima Trinidad. La revelación en obras y palabras a cargo de Cristo, Hijo unigénito del Padre, encarnado por nosotros, ha sido sostenida, fecundada y hecha crecer a lo largo de la historia de la iglesia de la humanidad gracias al Espíritu Santo (cfr. Jn 14,26) y así sabemos que el Dios verdadero es Uno y Trino, una sola sustancia, un solo ser, pero tres personas que actúan y se revelan y se relacionan con cada creyente de modo que en la fe somos los hijos de Dios, los discípulos y hermanos de Cristo y la morada y templo del Espíritu Santo. Este es el verdadero tesoro de la iglesia: la confesión de la verdad de Dios que Él mismo nos ha querido manifestar y hacer «sentir» o, mejor, gustar (que diría Sta. Teresa). Hoy recordamos y revivimos que Dios no es una idea, una hipótesis, un mero tema de discusión o una razón explicativa o que da sentido al mundo y la vida: es el origen y la realidad y la verdad de todo cuanto existe pero, además, es nuestro Padre, nuestro Amigo, nuestro Amor. Celebramos y nos alegramos de vivir en un universo pensado, querido, realizado y sostenido por Alguien para nuestro bien, nuestra felicidad y para poder compartirlo, al final, plenamente con cada uno. Que Dios es Trino implica orden pero también auténtica diversidad, la que se funda en la realidad o no en la imaginación o el interés de cada quién. Dios es Trinidad y así podemos saber de dónde venimos y adónde vamos y que en este camino no estamos nunca solos (primera lectura); es un Dios fiel que se mantiene a nuestro lado aunque lo rechacemos (aunque nunca del todo ni por todos) y que aprovecha la vida y la historia misma (no podría haber sido de otra manera) para esta revelación, actuando la salvación y la redención a pesar o en medio mismo de todos los fracasos y las dificultades. Lo decía claramente el Evangelio: la encarnación, muerte y resurrección de su Hijo unigénito revela –la entrega– ha manifestado la verdad de Dios, que es que no perezcamos y no solo eso, sino también que tengamos la vida eterna, que podamos compartir su misma vida eterna, participando por su gracia en el mismo ser Trino de Dios. En esta que es la realidad más profunda del universo y la vida se entra solo por la fe, esto es, la confianza plena, la acogida completa de este amor que primero es perdón y se va convirtiendo en santificación. Por todo ello, nos va la vida en hablar de Dios, en entrar, creyendo, en esta vida y esta manifestación. No es tiempo perdido (o «teoría») sino lo que más necesitamos especialmente en estos tiempos de crisis, que la hay y es, precisamente, de fe, de no saber y no vivir esta verdad manifestada de Dios y así no conocerle. Hablando de Dios, que es invisible, es preciso conocer para poder vivir, y vivir para conocer, sin duda. Hoy celebramos que conocemos porque lo hemos recibido, sin mérito por nuestra parte, y que gracias a ello vivimos del amor inmenso de Dios manifestado en Cristo como redención, amor de Padre y gracia bendita del Espíritu Santo.
Primera lectura: Éxodo 34, 4b-6. 8-9
En aquellos días, Moisés subió de madrugada al monte Sinaí, como le había mandado el Señor, llevando en la mano las dos tablas de piedra.
El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor.
El Señor pasó ante él, proclamando:
–«Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad.»
Moisés, al momento, se inclinó y se echó por tierra.
Y le dijo:
–«Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque ése es un pueblo de cerviz dura; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya.»
Segunda lectura: 2Corintios 13, 11-13
Hermanos:
Alegraos, enmendaos, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros.
Saludaos mutuamente con el beso ritual.
Os saludan todos los santos.
La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros.
Evangelio: Juan 3, 16-18
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.
Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.