«El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna»

10 Jun 2023 | Evangelio Dominical

En esta gran Fiesta del Corpus Christi ponemos nuestra atención sobre la realidad de Dios que tenemos delante y que, quizá, por eso mismo, nos pasa desapercibida. Celebramos la Eucaristía, cada domingo, y muchos, también, cada día. Es el momento de considerar y agradecer este gran regalo que es la verdadera y real presencia física sacramental de Cristo en medio de su pueblo. Es el cumplimiento de las promesas divinas (primera lectura): el Señor «afligió» a su pueblo, le hizo pasar hambre en el camino por el desierto pero lo alimentó con el maná, no le faltó nunca lo más importante, su compañía, su presencia. No lo hizo por el gusto de ver sufrir sino «para ponerte a prueba y conocer y conocer tus intenciones, si guardas o no sus preceptos». Se trata de la alianza, de vivir de acuerdo a los mandamientos, que son las exigencias de la condición humana para vivir como familia, comunidad, pueblo. Los mandamientos no se pueden vivir sin estar bien alimentados, y de esto se encarga Dios mismo, en persona, mediante el maná, en la antigua alianza, y todo el culto y la liturgia. Este alimento, en la nueva Alianza, es el propio Jesucristo como nos recordaba el Evangelio. Él ha hecho «salir» al nuevo pueblo de Dios, de sí mismos, de su entorno social y religioso para hacer de ellos el germen del nuevo pueblo en que todos tenemos cabida. La Eucaristía, la Misa, es el culmen de la realización y del recuerdo vivo de todo esto: de la historia de Jesús, su vida y palabras entre nosotros, su enseñanza y su entrega a los más pobres y a todos con el fin de hacer conocer el verdadero rostro de Dios. Al final, como todo lo humano se tiene que acabar, reunió a los suyos en una Cena que resume y realiza todo su proyecto y durante ella se ofreció y dio a sí mismo a los suyos con mucho más que palabras, haciendo del pan y el vino de aquella noche su propio cuerpo y sangre, realidad personal y vida. Fue una Cena pero era muchísimo más que una cena con amigos. En primer lugar, no habría habido cena ni banquete sin sacrificio, sin plato principal, sin carne que comer ni vino que beber. Es cierto que se recuerda y revive la Palabra, las enseñanzas y los hechos de Cristo que narra la Escritura, pero aquí se trata de mucho más: Él mismo se hace presente en el momento culminante como narraba Pablo en la segunda lectura. En ese momento decisivo que simboliza y revive toda su vida y su obra y que repetimos como «memorial», reviviscencia, no mero recuerdo. Comemos, pues, su carne y bebemos su sangre, que son verdadera comida y verdadera bebida, no imágenes o recuerdos para que, efectivamente, la vida de Dios en Cristo pase a nuestra naturaleza humana a través de la suya, glorificada y presente. Es también el corazón y el centro del culto, la liturgia cristiana, la respuesta que efectivamente damos a Dios por el increíble regalo que es la persona y vida de Cristo. Escuchamos la palabra, la acogemos y comprendemos pero también el sacerdote ofrece la misma oración de entrega de Cristo, y todos nos unimos con Él en medio y experimentados todos los frutos de aquel momento, especialmente al unirnos a la persona entera del Señor en la comunión.

Primera lectura: Deuteronomio 8, 2-3. 14b-16a

Segunda lectura: 1Corintios  10, 16-17

Evangelio: Juan 6, 51-58