La Fiesta del Bautismo de Cristo cierra, cada año, las celebraciones navideñas. Es el broche que sitúa definitivamente en la vida de los hombres la decisiva novedad de la Encarnación, de la venida del Hijo de Dios para vivir entre nosotros y comunicarnos la vida divina. Cristo vino para quedarse, para estar con nosotros, como Él mismo dijo, todos los días hasta el fin del mundo. No fue la suya una aparición esporádica, el lucir temporal de una estrella, un anuncio esporádico, lleno de esperanza, pero que se apagó poco después sino la venida definitiva del Reino de Dios, su intervención decisiva en la historia y en la vida de cada persona que se encuentra con Él y lo acoge, pues a quien le dice que sí le hace capaz de ser hijo de Dios, todo ello al margen de los deseos e intereses humanos, solo llevado del cumplimiento real de las promesas divinas. El Bautismo sella, pues, este modo de presencia y actuación, manifiesta que la Encarnación es acogida divina de todo lo humano, comenzando por lo más bajo, con el fin de hacerlo ascender hasta su lugar propio, que es el cielo, que es la vida de Dios. Por eso, hoy, la Palabra, una vez más echaba mano del profeta Isaías. Se trata esta vez de uno de los hermosos cantos del Siervo, entre los textos más enigmáticos del profeta que presenta a un misterioso enviado, sostenido por el mismo Dios y poseedor y dispensador de su Espíritu. Dios le ha encomendado la misión de manifestar la justicia, esto es, de obrarla, de cumplirla, hacerla presente. Para ello no usará métodos destructivos sino lo contrario, utilizará el respeto, el hacer suyo todo lo que aún esté mínimamente vivo, sin despreciarlo. Aunque procederá sin vacilar ni quebrarse, nada ni nadie podrá apartarse de su misión y objetivo. Este texto ha sido importante para que el evangelista entendiera y explicara este gesto de Jesús de dejarse bautizar por Juan Bautista, un gesto histórico y desconcertante como tantos de Jesús que nos dirige hacia el mismo corazón de su misión y de cómo la cumplió y la sigue sosteniendo. En primer lugar, el texto nos habla del ambiente de expectación: Juan había estado bautizando como preparación a lo que tenía que suceder. Naturalmente, los que lo contemplaban no podían evitar pensar si él mismo no sería el Mesías cuya venida anunciaba. Juan lo tenía claro y lo dejó claro: su bautizo solo era de agua, como para que despertemos y despabilemos, pero Quien viene es más fuerte. Él es realmente el Esposo, esto es, Dios mismo, quien es el único digno de quitar la sandalia, de rescatar a la esposa. Como cantó san Juan de la Cruz: «iré a buscar a mi esposa / y sobre mi tomaría / sus fatigas y trabajos / en que tanto padecía; / y porque ella vida tenga / yo por ella moriría / y sacándola del lago / a ti te la volvería». El Bautismo de Jesús, cuando por fin sucede, manifiesta esto mismo: como uno más, Jesús se hace solidario de las fatigas y trabajos de la Esposa, de todos y cada uno de nosotros, de las consecuencias de nuestro pecado y rechazo de Dios, que es nuestro principal problema. Pero hay más: este bautismo de este Hombre anuncia otro Bautismo, el del Espíritu. Este habita, reside en Jesús como en su casa, lo señala y habilita, en su humanidad, como Hijo de Dios capaz de cumplir todas las promesas del Padre, para rescatarnos y darnos la vida para siempre en el Espíritu.
Primera lectura: Is 42, 1-4. 6-7
ESTO dice el Señor:
«Mirad a mi siervo, a quien sostengo;
mi elegido, en quien me complazco.
He puesto mi espíritu sobre él,
manifestará la justicia a las naciones.
No gritará, no clamará,
no voceará por las calles.
La caña cascada no la quebrará,
la mecha vacilante no la apagará.
Manifestará la justicia con verdad.
No vacilará ni se quebrará,
hasta implantar la justicia en el país.
En su ley esperan las islas.
Yo, el Señor,
te he llamado en mi justicia,
te cogí de la mano, te formé
e hice de ti alianza de un pueblo
y luz de las naciones,
para que abras los ojos de los ciegos,
saques a los cautivos de la cárcel,
de la prisión a los que habitan en tinieblas».
Segunda lectura: Hch 10, 34-38
EN aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo:
«Ahora comprendo con toda verdad que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Envió su palabra a los hijos de Israel, anunciando la Buena Nueva de la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos.
Vosotros conocéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él».
Evangelio: Lc 3, 15-16. 21-22
EN aquel tiempo, el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos:
«Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego».
Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo:
«Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco».


