Este domingo coincide con la Fiesta de la Dedicación de la Primera iglesia de la cristiandad, la catedral del Santísimo Salvador y san Juan, en Letrán, en Roma, sede episcopal del Papa y obispo de Roma. Es una fiesta del Señor y por eso se une al domingo y nos invita a reflexionar sobre nuestra realidad eclesial, puesto que el lugar, la catedral, significa la comunidad que se reúne en ella, que da culto al Señor Resucitado, escucha su Palabra, se alimenta en el banquete que también es la Eucaristía. Somos comunidad de Cristo, somos Iglesia y ello se significa cuando nos reunimos en un lugar especial, la Catedral y cada uno de los templos y capillas, especialmente si han sido consagrados como tales. La primera lectura nos recordaba la razón al referirse al templo de Jerusalén, el Lugar donde Dios habitaba en medio de sus suyos y que significaba un cumplimiento de las promesas de la Alianza hechas a Abrahán, a Moisés y a todo el pueblo de Dios. Recordando el magnífico libro del entonces cardenal Joseph Ratzinger, «El espíritu de la liturgia», en su primer capítulo donde habla de la importancia del lugar para el culto a Dios. El libro nos recuerda que el pueblo de Israel sale de Egipto para poder dar culto al Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, a la vez que para recibir el don de la tierra. Pero una finalidad implica la otra: el culto que Israel aprende a dar a Dios en el Sinaí es como la «tierra interior», el corazón, el sentido, de la «tierra exterior», el lugar donde vivir. De hecho, en el corazón mismo de esta tierra, en Jerusalén, en el monte Sion, se alza el templo como quintaesencia de ese encuentro con Dios que se realiza según las reglas del culto. Ahí recibe el pueblo el agua viva, vive la comunión con Dios que le hace ser verdaderamente el pueblo elegido y le permite desempeñar su función en la historia de la salvación. De esa raíz nace el deber del culto, que es la respuesta inmediata a la acción divina que nos pone en estrecha y real comunicación con la vida divina, con la trascendencia y santidad de Dios que, a la vez, se ocultan y manifiestan en el lugar especialísimo que es el templo. El Evangelio nos recordaba que Jesús mismo anunció y luego realizó el cumplimiento de esta esencial promesa divina al purificar este mismo templo y manifestar que sería destruido y que él lo reconstruiría para siempre. Los judíos no comprenden; con su característico realismo no entienden que una obra de más de cuarenta años (el segundo templo edificado con toda piedad por el sanguinario rey Herodes, idumeo y amigo de Roma) pueda ser destruido (y lo fue por los romanos unos años después) y reconstruido solo en tres días. El Evangelista explica que ellos después entendieron que este nuevo templo edificado en solo tres días era el propio Cuerpo de Jesús, Mesías de Dios. Cada una de nuestras iglesias, muy especialmente la Catedral de Roma, significa este Cuerpo de Cristo muerto y resucitado, y es su receptáculo en el Sagrario, el nuevo Santo de los Santos. Allí, en Cristo mismo, se reúne el pueblo de Dios, escucha su verdadera Palabra, la discierne a la luz de la fe y la tradición de la iglesia su camino y comprende cómo tiene que actuar para colaborar con su Señor en la realización del reino en este mundo y esta historia. Pero, sobre todo, es en la Iglesia, constituida en la indestructible unión entre Cristo y su pueblo y significada en las iglesias, se encuentra y recibe el Cuerpo y la Sangre de su Señor, que son el Don mismo de la Alianza y nos dispone a todos a gozar, para siempre, de su Presencia y su vida en la Jerusalén celeste.


