«Comieron todos y se saciaron»

21 Jun 2025 | Aventuremos la Vida, Evangelio Dominical

Celebramos hoy otra gran Fiesta del Señor: la Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo, que vivimos, en realidad, cada domingo especialmente, y cada día si queremos, pues tenemos la ocasión de compartir la misma Mesa de Jesús y asociarnos a su misma oración y entrega al Padre, tras lo cual, el nos reparte «con sus propias manos» el pan y el vino del que ha transformado en su Cuerpo y su Sangre. Comulgamos, pues con su entero ser divino y humano, nos unimos a Él. Ciertamente, es un banquete doble: primero la Palabra, que también es Cristo mismo, pero después y de modo más rotundo, la Eucaristía, Pan del cielo que actualiza para cada uno las promesas de Dios, uniéndonos a la mismísima vida de su Hijo, entregado por nuestra salvación. Y es la Palabra la que nos recuerda hoy que esta celebración es la Ofrenda por antonomasia, como la que ofreció Melquisedec en presencia de Abrahán (primera lectura): presenta pan y vino y bendice a Abrahán como agradecimiento a Dios que le ha librado de la muerte en la lucha que había tenido lugar para librar a su hermano Lot y su familia de la esclavitud. En respuesta, «Abrán le dio el diezmo de todo». Como nos lo interpreta la carta a los Hebreos, este diezmo significa que el Patriarca, origen del pueblo de Dios, y todos sus descendientes, sus mismos sacerdotes, reconocieron que debían el diezmo a este otro Sacerdote, sin origen ni genealogía, que ofreció pan y vino y bendijo al pueblo elegido en Él. Todo esto prefiguraba a Jesús, el Sumo Sacerdote definitivo que habría de ofrecer el verdadero don que cambió todas las cosas, la historia misma y a cada uno de sus protagonistas, es decir, a nosotros. Y este nuevo y definitivo Sacerdote utilizó una Cena, una comida de comunión con los suyos, para presentar esta ofrenda definitiva. El Evangelio nos recordaba el contexto: Jesús comía a menudo con los suyos, delante de Dios, como lo hacían los judíos, dando gracias siempre por los bienes recibidos y mostrando mediante esta comunión el amor y la misericordia de Dios por los suyos, invitando incluso a los pecadores y perdidos no para decirles que su pecado no importa o les daña o que es una convención social sino para que se conviertan y poder así perdonarles y que puedan participar en plenitud de la vida de Dios. Este es el verdadero amor de Dios que no quiere que nos quedemos tan «tranquilos» en nuestra miseria y pecados sino que quiere realmente transformarnos por dentro, hacernos nuevos, verdaderos hijos de Dios y hermanos. Los especialistas dicen que los relatos de la multiplicación de los panes no tienen relación directa con la Eucaristía –una relación directa– pero toda comida de Jesús tiene relación con su Misión que va a concluir en la Cruz y la muerte y resurrección, adelantada significativamente en la Última Cena. Y más aun si esa comida es ella misma un signo, un milagro de que Jesús puede hacer y hace efectivamente: en medio del desierto, es capaz de alimentar, como Dios mismo lo hizo, al pueblo de la alianza. En este relato, Jesús no crea de la nada el alimento (como tampoco en la Última Cena, no «inventa» ni hace aparecer milagrosamente el rito o el pan y el vino que se comían esa noche) sino que siempre pide, necesita nuestra colaboración, que le facilitemos lo que tenemos, esos pocos panes y peces, como Él mismo aporta su misma carne y sangre, su misma vida en la ofrenda de aquella noche que adelanta la de la Cruz. Lo que allí sucedió quedó firmemente grabado en el recuerdo de los apóstoles, como nos recordaba la segunda lectura. Pablo, también apóstol, ha recibido esta tradición de los que estaban con el Maestro aquella noche, en la que «iba a ser entregado»: tomó pan y tras dar las gracias, lo partió y se lo dio diciendo: ‘Esto es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros’. Y lo mismo con el cáliz de vino: ‘Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre’. Fue algo inaudito: Jesús identificó no la carne del cordero de la pascua sino el pan y el vino con su Cuerpo y con su Sangre, con su entero ser encarnado. Es mucho más que una comida, aunque también lo es; es mucho más que un sacrificio, aunque también lo es. Se trata de una sacrificio de comunión donde Jesús mismo se ofrece a sí mismo, su Cuerpo, su Sangre, su vida y persona enteras para reunirnos con Dios y entre nosotros, para renovarnos en profundidad y construirnos como familia en la iglesia. Por eso lo celebramos, reflexionamos, intentamos profundizar cada más en este Misterio, hasta que el Señor vuelva.