«Así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna»

13 Sep 2025 | Aventuremos la Vida, Evangelio Dominical

Este domingo coincide con la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, Fiesta del Señor, y por eso se celebra en su lugar y nos viene muy bien para profundizar en las palabras mismas de Jesús que escuchamos el domingo pasado invitándonos a reconectar con el amor de Dios en Cristo como nuestro primer y más fundante amor y de tomar la Cruz para seguir realmente, con nuestra vida, sus pasos que así nos conducirán a la meta de nuestra vida de hombres creados y también redimidos: la plena comunión con Dios y con los demás a través de la transformación que significa identificador con Cristo a través del amor y del servicio a Dios y los demás. Lo primero que tenemos que hacer es preguntarnos cuál es para nosotros este camino de amor, servicio y entrega de Jesús, si somos, según sus palabras, auténticos seguidores suyos, verdaderos cristianos, si estamos convencidos de que solo entrando «en la espesura de la Cruz» como decía san Juan de la Cruz, obtendremos todo lo bueno de la vida y de Dios mismo. Pues la Cruz, como nos recordaban las lecturas, es signo efectivo de vida y salvación. El Evangelio nos remitía a la primera lectura, del libro de los Números, donde la cruz se entiende en referencia a esa serpiente alzada en el desierto y que de signo de castigo, sufrimiento, enfermedad y muerte, se convierte en manifestación de la salvación divina. O, mejor dicho, Dios mismo transforma la serpiente, por su voluntad misericordiosa, de castigo en signo de perdón y curación. En el Evangelio, el Signo se hará definitivo: el Hijo del hombre, Jesús mismo, es quien será elevado esta vez para que quede manifiesta ante todos y todas las épocas la voluntad salvífica y redentora del mismo Dios. Jesús mismo se lo explica a Nicodemo: Él es el único que ha bajado de un cielo a donde nadie puede subir y lo ha hecho para cambiar de verdad la realidad humana. Por qué Dios mismo no encontró otro modo u otro medio de redimir y restaurar la vida entera y el corazón del hombre, es un gran misterio, sin duda, pero más nos vale fiarnos de su criterio, pues si Dios en persona, tuvo que llegar a estos extremos, de la Encarnación a la Cruz, es que ciertamente no había, hay o habrá otro camino. En el Evangelio de Juan, de donde está tomado este fragmento, la irrupción de Dios en la historia, su reino o reinado, está estrechamente asociado a la persona de Jesús y su auténtica implantación, la que afecta a la vida de los hombres, se produce en la Cruz. Esta es la proclamación para todos de que Jesús es el rey de todo aquél que quiera seguirle y aceptar su Palabra y su salvación: la voluntad divina que es que «tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» se ha realizado y cumplido en la crucifixión que en San Juan equivale también a la exaltación, cuando el hijo del hombre ha sido elevado a la vista de todos. Desde aquel momento, la Cruz fue y sigue siendo motivo de escándalo, hasta para los mismos cristianos, que olvidamos completamente que es ella la culminación de ese camino estrecho y difícil que Jesús nos invita a tomar si queremos hacer algo verdadero con nuestra vida y no acabar en la más extrema frustración: quien crea en este Signo, no será juzgado pero no quien cree, ya está juzgado, esto es, ya ha apostado su vida al caballo equivocado, aquel que le llevará a la perdición, al desperdicio de su existencia. En los últimos tiempos nos hemos acostumbrado, quizá demasiado, a considerar a Cristo solo como un Salvador positivo, resucitado, victorioso y es cierto, por supuesto; pero a menudo se nos olvida la otra parte, los que nos recordaba el Evangelio del domingo pasado: quien quiera venirse conmigo que cargue con su cruz y me siga. Se dice también que la persistencia del mal y el sufrimiento en el mundo es la piedra de toque contra la fe en Dios pero la Cruz es la respuesta divina a todo lo que se ha sufrido, sufre y sufrirá. Si Jesús, que era verdadero hombre y verdadero Dios, sufrió lo indecible y murió en su carne, esto es, en todo lo que le fue posible, esto significa que ningún mal ni ningún sufrimiento le es ajeno, que todos los que lo pasan mal se pueden sentir personalmente acompañados por Él. Quizá llevamos muchos años negándonos a sufrir lo más mínimo, hemos casi separado del todo el esfuerzo, la ascesis, el sufrimiento propio y de los otros de nuestra vida cristiana, pero cada vez que contemplamos la Cruz nos damos cuenta de que eso no es verdad. Hasta el fin del mundo, Cristo sigue presente, vivo y resucitado, pero también sufriendo y acompañando a todos los sufrientes y dándoles vida y esperanza. La Cruz es ambas cosas: sufrimiento y muerte y vida para siempre, no se puede llegar al final, a la meta, a la resurrección sin dejarnos transformar por la fuerza del Crucificado, gracias a la que Él nos lleva de su mano.