«Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios»

2 Ago 2025 | Aventuremos la Vida, Evangelio Dominical

Como hemos dicho otras veces, el Evangelio recoge el uso libre y original que Jesús hacía de la tradición bíblica. Para eso era la misma Palabra de Dios encarnada, la que se había manifestado para interpretar la historia del pueblo elegido, para profetizar y denunciar todo tipo de pecados, abusos e injusticias y también para reflexionar y discernir la realidad como hacían los sabios. Hoy se nos habla de esto: de la vida misma y su realidad vistas a la luz de la sabiduría, cuya raíz es el temor -aquí especialmente se identifica con respeto- de Dios. El sabio que se autodenominó como Qohelet (primera lectura) o Eclesiastés para los primeros cristianos, escribió en el mismo límite entre lo que parece enseñar la realidad y lo que enseña el temor de Dios y concluye que «¡todo es vanidad!». Parece que el único fruto que se puede sacar de la vida es que todo se termina, por bueno que sea, y que, en consecuencia, nada tiene sentido. Como en otros lugares y filosofías, también en la Biblia la razón y la sabiduría se topan con el límite de lo humano, de lo temporal, de que todo se acaba, de que no somos capaces de mirar más allá de lo que tenemos o podemos imaginar tener. En el Evangelio, parece que a Jesús lo toman por Salomón, aquél que tenía «dentro de él había una sabiduría divina con la que hacer justicia» (cfr. 1Re 3,28). Pero Jesús rechaza este papel: «¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?». Es decir, no he venido a esto, no soy el nuevo Salomón, sino que estoy aquí para hacer nuevas todas las cosas, para hacer realidad todas las promesas de Dios, para enseñar sí, pero la verdad de todas las cosas, de lo que vemos y experimentamos y de lo que no. Lo que les dice es que más que preocuparse de dividir lo que tienen, de la justicia de este mundo, que miren más arriba, en perspectiva y, especialmente, que se guarden de toda codicia. No sabemos si Jesús vio en el corazón de aquellos dos esta condición o no, pero el consejo vale para todos. Sin perjuicio del derecho de propiedad, uno de los «derechos naturales» (nuestro ser corporal necesita un espacio, unas posesiones mínimas o más grandes cada uno dependiendo de su situación, pues no es lo mismo una familia con varios hijos que un monje cartujo), Jesús se refiere aquí al gran pecado que es la codicia, que junto al egoísmo, es de lo peor que anida en nuestro corazón y son los dos de los mayores obstáculos en el camino del Evangelio, a la luz de todo lo revelado por Jesús. Pues lo que Jesús manifiesta es esto: nuestra vida no depende de los bienes, no es ahí donde radica su seguridad o la confianza que nos levanta cada día para trabajar, luchar y vivir. La parábola manifiesta que también, según la sabiduría humana, lo más sensato «ser rico ante Dios» y no el atesorar para sí. Es, de otro modo lo que ya decía el Sermón de la Montaña: «No andéis agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir» (Mt 5,31). Todo lo afirmado se fundamenta en la nueva presencia de Dios que anuncia y manifiesta Jesús y que hace que el sentido de este mundo no esté en él mismo sino en el «otro», en Dios, que lo hizo y ahora lo renueva desde la raíz y da el verdadero valor a las cosas. En el Sermón de la Montaña también se insiste en que todo lo que vivimos tiene sentido solo si se hace para Dios, para sus ojos, para su proyecto, que es su reino que se despliega entre nosotros. Y en el texto citado arriba, también se alude a Salomón, cuya magnificencia y sabiduría no es comparable con lo que ofrece Jesús, y que es el respaldo mismo de Dios para que podamos «guardar» y «atesorar» para Él, para lo que no pasa ni se acabará. Sin duda, todos podríamos referir historias como la que cuenta la parábola, acerca de esfuerzos y previsiones perdidas pero también de lo contrario, de cómo hemos experimentado que lo nuestro, nuestro mismo ser, nuestros seres queridos, lo sabemos a salvo gracias a Dios, porque nuestra familia, amistad, trabajo se han edificado sobre los cimientos puestos por Cristo que nunca serán derribados.