Hoy, 11 de diciembre, la familia del Carmelo contempla con gratitud la vida luminosa y exigente de Santa Maravillas de Jesús, una mujer de profunda hondura interior, corazón valiente y fidelidad heroica. Su historia es un canto a la providencia, a la obediencia amorosa y a la confianza absoluta en Dios.
Nacida en Madrid en 1891, en un hogar profundamente creyente y de intensa vida espiritual, Maravillas creció rodeada de cariño, sensibilidad y una sólida formación humana y cristiana. Su infancia fue alegre, despierta, marcada por una gran bondad natural y una precoz inclinación a la oración. Ella misma afirmaba que su vocación “nació con ella”: con apenas cinco años, consagró su virginidad a la Virgen ante un pequeño altar que había preparado. Aquella entrega infantil anticipaba una vida totalmente orientada a Dios.
La lectura frecuente de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz encendió más y más el deseo de consagrarse. Tras años de espera y discernimiento, ingresó en el Carmelo de El Escorial en 1919 y tomó el nombre de Maravillas de Jesús. Su ingreso no fue un giro brusco, sino la culminación natural de un corazón que buscaba —desde niña— vivir para Cristo y en Cristo. Amaba intensamente a la Virgen: “Uno de los motivos que me inclinaron al Carmelo —escribiría— fue ser la Orden de la Virgen”.
Desde su primera profesión, el Señor comenzó a pedirle grandes cosas. Antes incluso de ser profesa solemne, la llamó a fundar un monasterio en el Cerro de los Ángeles, centro geográfico de España, donde se había erigido el monumento al Sagrado Corazón. Allí inició una historia de entregas y sacrificios que marcaría profundamente la vida del Carmelo en el siglo XX. A los treinta y cuatro años fue nombrada priora, y durante casi medio siglo —en distintos monasterios— sus hermanas la eligieron una y otra vez para ese servicio, que vivió como una cruz y como un acto de amor.
La vida de Maravillas estuvo atravesada por momentos de especial sufrimiento. Durante la persecución religiosa de los años treinta, velaba noche tras noche el monumento al Sagrado Corazón, temiendo que fuese profanado. Cuando estalló la Guerra Civil, fue expulsada con su comunidad del Cerro y vivió en la clandestinidad en Madrid durante catorce meses, afrontando amenazas y peligros. Después condujo a sus hermanas hasta el desierto de Batuecas, donde restauró la vida contemplativa con una valentía que sorprendía incluso a quienes la conocían.
Su espíritu profundamente teresiano la impulsó a nuevas fundaciones: Kottayam (India), Batuecas, Mancera, Duruelo, Talavera, Arenas de San Pedro, La Encarnación de Ávila, El Escorial… parecía no conocer límites cuando se trataba de extender la “Casa de la Virgen”. Su deseo era uno: dar almas a Dios. Lo hacía con una fe inquebrantable en la providencia y con una pobreza que abrazaba con serenidad y gozo.
Aunque vivía en clausura, su corazón abarcaba el mundo entero. Fue un ejemplo desbordante de caridad. Atendió a familias pobres, construyó viviendas dignas para quienes vivían en chabolas, promovió un barrio entero, edificó una iglesia y un colegio, ayudó a seminaristas sin medios, fundó una obra para sostener a carmelitas enfermas y colaboró en la construcción de la clínica CLAUNE. Todo en ella era disponibilidad, servicio y amor concreto.
Su presencia irradiaba paz. Quienes la conocieron repetían: “Se veía a Dios en ella”. Su autoridad nacía de la humildad; su fortaleza, de la oración; su alegría, de una entrega sin reservas. Pasó los últimos trece años en el Carmelo de La Aldehuela, donde murió santamente el 11 de diciembre de 1974, repitiendo: “¡Qué felicidad morir carmelita!”.
Hoy Santa Maravillas sigue invitándonos a una vida sencilla, fuerte, alegre y totalmente entregada al Amor. Ella, que tanto amó la fidelidad teresiana y defendió con pasión la esencia del Carmelo, nos recuerda que la santidad consiste en vivir cada día desde la verdad, la humildad, la oración y la caridad.
Que su testimonio nos ayude a decir con ella, en lo pequeño y en lo grande:
“Solo para Dios, todo para Dios, siempre para Dios.”


