La Navidad, a la luz de San Juan de la Cruz, no es solo el recuerdo de un nacimiento, sino el misterio de un Dios que se abaja para encontrarse con el ser humano. El Verbo eterno entra en el tiempo, la Luz se deja envolver por la noche, y el Amor infinito elige la pobreza como morada. En ese Niño recostado en el pesebre comienza el camino que Juan recorrerá con palabras de fuego y silencio.
San Juan contempla la Encarnación como el mayor gesto de despojo de Dios. El Hijo no viene con poder ni con gloria visible, sino en la fragilidad de un cuerpo, en el silencio de Belén, en la humildad de una familia pobre. Es el mismo movimiento que él describirá más tarde como camino espiritual: para venir a lo que no somos, Dios pasa por lo que no es; para llenarnos de vida, se vacía.
En la Navidad, Dios se hace cercano hasta el extremo. Se deja tocar, mirar, cargar en brazos. Se hace accesible al corazón humano. Por eso, para San Juan, este misterio no es solo un acontecimiento externo, sino una llamada interior: Dios quiere nacer también en el alma, hacerse carne en nuestra vida concreta, en nuestras noches, en nuestras pobrezas.
La noche de Belén es ya una noche sanjuanista. No es oscuridad de ausencia, sino de gestación. En ella brilla una luz suave, discreta, que no deslumbra, pero guía “más cierto que la luz del mediodía”. El Niño es esa luz escondida que no se impone, sino que espera ser acogida. Quien entra en esa noche con fe descubre que Dios actúa sin ruido, que lo esencial crece en silencio.
San Juan entiende que el amor verdadero siempre pasa por la pequeñez. Por eso la Navidad es también escuela de desasimiento. El pesebre enseña a vivir con lo necesario, a no aferrarse, a dejar espacio. Allí aprendemos que solo Dios basta, porque cuando Él está presente, incluso la pobreza se vuelve morada de gloria.
En este Niño, el amor de Dios no es una idea, sino una carne concreta. Es el mismo amor que Juan cantará como llama viva, como herida dulce, como unión transformante. La Encarnación es el inicio de ese camino: Dios sale de sí para encontrarse con el ser humano, y el ser humano es invitado a salir de sí para encontrarse con Dios.
Celebrar la Navidad desde San Juan de la Cruz es aceptar esta paradoja luminosa:
la grandeza se esconde en lo pequeño,
la plenitud comienza en el despojo,
la luz nace en la noche,
y el Amor se ofrece sin condiciones.
Que en esta Navidad sepamos hacer silencio, como Belén; acoger, como María; confiar, como José; y dejarnos transformar por ese Dios que, haciéndose Niño, nos enseña el camino hacia la Vida verdadera.


