Desde que Dios reinició la historia de la salvación llamando personalmente a Abraham a dejar su tierra y obedecerle, haciéndole unas promesas que mantendrían en tensión la historia salvífica -una descendencia y una tierra donde disfrutar esa vida- ha seguido llamando. Profetas, jueces, siervos de Dios en general y de sus hermanos han dejado lo que tenían, su casa y sus planes y han puesto por encima de eso el cumplir la Palabra de Dios. Especialmente en el caso de los profetas (primera lectura), que en muchos casos como el de Isaías (su libro incluye al menos la predicación de tres profetas) y Elías, cuyo ministerio requirió una continuación. Siempre es Dios mismo quien llama pues la Misión que confía es más importante que los planes y vida del llamado. Lo dicho está implícito en el texto del Evangelio de hoy: Jesús ha tomado la decisión de ir Jerusalén a completar su Misión, habiendo llegado el tiempo oportuno de su “éxodo”, dice el texto. Él sabía que no se trataba solo de enseñar y curar, de mostrar en cada gesto la misericordia de Dios que había descendido a la vida de los hombres, sino que todo lo dicho y hecho debía ser completado con un gesto decisivo, su “éxodo”, entregar su vida misma y volver al Padre. Y emprende el camino con toda determinación y asumiendo todas las consecuencias. El texto nos relataba algunos encuentros en el comienzo mismo de esta subida a Jerusalén. Todos ellos suceden con seguidores. Algunos se le ofrecen como discípulos (los rabinos tenían escuelas a las que acudían según su fama los alumnos más prestigiosos o interesados) pero a esos Jesús les contesta que no tiene donde reclinar su cabeza, no tiene un lugar o una escuela donde se pueden sentar tranquilamente aprender de su enseñanza. Su escuela es el mismo camino, la vida, la Misión que está recorriendo con incierto final para unos ojos humanos. A otros los llama Él, como ha hecho con aquellos que le siguen, pero su respuesta es muy diferente. En los suyos, su Palabra tuvo un efecto inmediato: lo dejaron todo y lo siguieron. Estos le ponen dificultades o plazos, algunos muy razonables, y Jesús les responde haciendo uso de toda su libertad y creatividad: aquí hay en juego algo más importante, incluso, que los sagrados deberes de los hijos hacia los padres (permanecer a su lado hasta poder cerrarles los ojos y enterrarlos) o, incluso, despedirse de la familia, en claro contraste con la primera lectura donde Elías sí permite a Eliseo que diga adiós a su antigua vida. En Jesús, siguiéndole, nos jugamos el mismo reino de Dios que Él está implantando y se dispone a culminar en Jerusalén. No hay tiempo ni energías para cortar, poco a poco, con la antigua vida. Es más, Jesús dice que quien no hace recordar su antigua vida y mirar hacia atrás, no vale para el reino, no vale para implementar la inmensa novedad que significa la llegada y la obra misma de Cristo. Después de más de dos mil años de la presencia ininterrumpida, nunca vencida, de este reino entre nosotros, nos puede parecer que la urgencia no es tanta pero si miramos a nuestro alrededor veremos que no es así: que urge y más que nunca. La Misión de Jesús, que se sigue desarrollando hasta que culmine en el fin de todas las cosas, necesita, hoy como ayer, que le miremos y sigamos a Él, no un pasado que ya nada significa, menos todavía a otras interpretaciones ideológicas del Evangelio que nos invitan, aunque parezca increíble por lo contradictorio, a dejar todo como está, a contentarnos con la “evolución” social y cultural. Toda sociedad y toda cultura necesitan la Palabra de Jesús y alguien que la lleve y soporte con su misma vida: cada uno de nosotros.
