«¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí­!»

13 Dic 2025 | Actualidad, Evangelio Dominical

Seguimos avanzando en este tiempo, en el recuerdo vivo y la celebración del advenimiento del Señor, quien vino y nos prometió que volverá en el momento que Él mejor considere. Ya el domingo pasado la Palabra nos recordó cómo, históricamente, comenzó el Evangelio, el relato de la primera venida de Cristo que culminará en la segunda y definitiva. Escuchamos la predicación del Bautista y que anunciaba la venida del Mesías como principio del fin, como comienzo de la intervención definitiva de Dios en la historia: el Señor viene y hay que prepararle el camino en nosotros y en nuestro contexto, mediante la «conversión», volviéndonos hacia Él y apoyando su acción. Hoy Jesús mismo confronta esta predicación de Juan el Bautista, su misma persona y su significado para la historia de la salvación, esto es, cómo nos afecta a nosotros en nuestras vidas. Según el texto, Juan, desde la cárcel, hace que pregunten a Jesús, directamente, si Él es quien el último profeta ha estado anunciando o no, pues debía estar escuchando opiniones para todos los gustos acerca de lo que Jesús hacía y decía, su hablar con autoridad, es decir, que no repetía como Juan mismo había hecho la predicación los anteriores profetas y estaba obrando hechos extraordinarios en vez, quizá, haberse dedicado a la denuncia –que tampoco faltaba en Jesús– o directamente a poner por obra el juicio mismo de Dios. Jesús le responde señalando precisamente lo que está haciendo, lo que todos pueden ver: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos son limpiados y los sordos vuelven a oír y hasta los muertos resucitan y, sobre todo, los pobres reciben y escuchan el Evangelio, la Buena Nueva de que el Reino está ya realmente aquí. Y le hace una recomendación: ‘bienaventurado quien no se escandalice de mí’. Esto es esencial: no escandalizarse de Jesús sino mirar con detalle su obra, su palabra, su Persona y ser capaces de reconocer esta definitiva intervención de Dios. Esta respuesta y lo que sigue revela bastante sobre la actitud de Jesús: comprende que los que ven y oyen se puedan escandalizar ante Él y su acción histórica y no reclama de Juan ni de nadie una especie de fidelidad «perruna» o a ciegas (no nos pide «comulgar con piedras de molino»), «crucificar» nuestra razón sino abrir bien los ojos y oídos a comprender en profundidad la gran novedad de la acción de Dios en Él. Y por eso habla de Juan con toda verdad, sin afirmar siquiera de pasada que su precursor le esté fallando al «dudar» o preguntar siquiera sobre sus dudas. De hecho habla de lo que Él o casi todo Israel han visto en Juan: la gente no fue a ver a un fenómeno o a un personaje popular por su palabra, su riqueza o su «saber estar». No, Israel salió a ver a un profeta que traía, tras algunos siglos, la palabra fresca y viva de Dios. Jesús lo reconoce, ante todos, como su mensajero, como alguien más que un profeta pues el último de ellos, el que ha tenido la satisfacción de realizar el último anuncio y prepararle el camino al que tenía que venir y ya está aquí. Pero Juan no es lo último –esto es también verdad–: Juan es sin duda el hombre más grande por su situación y por la misión recibida de Dios, que precede inmediatamente a la última intervención de Dios y a la instauración de su Reino pero este Reino, el de Cristo, es mucho mejor, mucho mayor es lo último y cada uno de nosotros que participamos de él tenemos razones para estar verdaderamente felices, pues hemos visto y oído, vemos y oímos lo que tantos Santos y Profetas no pudieron ver ni oír.