En mi ya lejana juventud, leí una serie de breves artículos sobre la Santa abulense con un título que me llamó la atención: Teresa que ríe; recordaba el autor anécdotas jocosas que probaban esa hermosa condición de la protagonista. Por contraste, el título me ha sugerido la idea de una Teresa que llora, no como metáfora, sino como realidad biográfica. Esta faceta tan importante en la vida de Teresa la recuerdo a los lectores que la conocen poco y han oído hablar de ella como una eminente escritora, fundadora y santa. Verla “llorar” es vincularla a la realidad de la vida cotidiana, bajarla de las hornacinas de los altares de las iglesias y sentirla caminar con nosotros sus lectores y compañeros. Significa que la “mística” Teresa es una persona “normal y muy humana” y que sus “experiencias” de Dios no la desarraigaron del realismo de vivir en el mundo.
1 – Estructura psico-afectiva de Teresa: su encuentro con Cristo como Hombre
Comienzo recordando una afirmación de Teresa que puede pasar desapercibida para muchos lectores de sus Obras, prueba de que el llanto no lo consideran connatural a su psicología, pero lo acepto como un don que irá en aumento en su vida. Teresa adolescente veía a sus compañeras en el internado de Santa María de Gracia en Ávila, rezar con emoción y derramamiento de lágrimas y ella seca de sentimientos religiosos: “Era tan recio mi corazón en este caso que, si leyera toda la Pasión, no llorara una lágrima” (Vida, 3, 1).
Pero todo cambió cuando se encontró con Cristo descubierto no como Dios, sino como hombre: impresionante confesión que puede escandalizar a más de un lector de sus escritos, pero era su manera de acerarse a lo divino a través de lo humano: “Yo sólo podía pensar en Cristo como hombre” y por eso era tan amiga de las imágenes (Vida, 9, 6) criticando el desacato de los herejes luteranos. Eran los comienzos de sus creencias como cristiana y se animó a escribir páginas hermosas en defensa de la Humanidad de Cristo de la que el cristiano no puede prescindir en su vida de fe. Presentar a Cristo como Hombre es uno de los temas que la madre Teresa defendió con más pasión porque -para ella- no era un problema de debate teórico entre especialistas, sino una de las experiencias místicas más valiosas y decisivas en su vida (Ver el debate en Vida, cap. 22 y Moradas, VI, cap. 7, n. 14).
2 – Efectos del encuentro con Cristo: lágrimas de dolor y arrepentimiento
La joven Teresa descubrió, en un ambiente de soledad y silencio mientras leía el Tercer Abecedario de Francisco de Osuna, que Cristo le “había dado el don de lágrimas” (Vida, 4, 7), que enriquecía su estructura afectiva. Ese “don de lágrimas” creció en la “conversión” moral ante un “Cristo muy llagado” (Vida, 9, 1) suscitando en ella un sentimiento de pecado, de traición al amor, y el consiguiente propósito de cambiar de vida, como recuerda en uno de los textos más conmovedores de su Autobiografía: “Entrando un día en el oratorio vi una imagen […] de Cristo muy llagado […] que representaba bien lo que pasó por nosotros”. Y la conclusión ante el dolor ajeno: “Arrojéme cabe Él con grandísimo derramamiento de lágrimas” (Vida, 9, 1 y 8). ¡Teresa que llora!
En su largo proceso de maduración espiritual como persona con fenómenos místicos, aparece la alusión a las “lágrimas” que corrían abundantes cuando sus consejeros espirituales le sugerían que podían estar causados por influencia del demonio, y así durante años. Teresa estaba convencida de que no era el diablo sino Dios el que actuaba en su vida preparándola para una misión que cumplir en la Iglesia y en la sociedad (Ver Vida, 23, 15; 27, 2; 28, 14, etc.).
3 – Llantos y lágrimas de Teresa en momentos especiales
La estructura afectiva de la madre Teresa se conmovía hasta derramar lágrimas ante unos acontecimientos humanos que anotó en su Autobiografía y en sus cartas, ella tan humana por tan divina, que resumo y que se podían multiplicar como ejemplos de encarnación en la historia.
Por ejemplo, sabemos que “lloraba” cuando en sus correrías fundacionales tenía que despedirse de las monjas-hijas en lo conventos recién fundados o de los que encontraba en el camino (Fundaciones, 27, 18). También sufría -suponemos que llorando- por los males de la sociedad y de la iglesia por la presencia de los “luteranos” en Europa y en España (Camino, 1, 2 y 3, 9); lo mismo le sucedió al conocer la situación penosa de los “Indios” de América y descubrir que los españoles -entre ellos sus siete hermanos- no iban a evangelizar sino buscando su acomodo social, etc. Es un capítulo abierto que no cabe en una breve reflexión.
Finalmente, “lloraba” con mucho sentimiento de dolor la “muerte” de sus “amigos” especialmente cuando eran personajes importantes en la sociedad, en la Iglesia y en su Reforma del Carmelo. Como ejemplo sumo, al conocer la muerte del general de la Orden, Juan Bautista Rubeo: “Harto grande [pena] me la ha dado las nuevas que me escriben de nuestro padre General. Ternísima estoy, y el primer día llorar que llorarás sin poder hacer otra cosa, y con gran pena de los trabajos que le hemos dado que, cierto, no los merecía” (Carta a Gracián, 15-X-1578, 1).
Las dos cartas y un memorial que se han conservado de la madre Teresa al P. General son -para mí- una cumbre de prudencia y sabiduría, de verdad y de amor a la autoridad, pero también de valentía para defender una causa justa como era la existencia de la nueva familia del Carmelo, de amor entrañable a su superior y, ante todo, admirado padre y amigo.
Y también consta su profundo dolor al conocer la muerte del gran maestro san Juan de Ávila, como consta por el testimonio del primer biógrafo de la Santa, Francisco de Ribera: “Cuando murió el Maestro Juan de Ávila […] comenzó a llorar con gran ansia”. Y cuando las monjas se admiraron de su comportamiento, les dijo “lo que me da pena es que pierde la Iglesia de Dios una gran columna; y muchas almas un gran amparo que tenían en él, que la mía, aun con estar tan lejos, le tenía mucha obligación” (La vida de la Madre Teresa de Jesús. Madrid, Edibesa, 2004, lib. IV, cap. 11, pp. 514-515). Da pena cerrar este espacio de comunicación con los lectores; espero que lo escrito sirva como de aperitivo para seguir indagando en esta hermosa condición de una mujer grande de España, una santa de la Iglesia y una genial escritora. Los lectores curiosos quedan invitados a seguir el rastro emocional que les dejo como tarea a terminar. “Teresa que llora” es un testimonio escrito que vale por un tesoro cultural, un memorial a conservar en el corazón, ella tan divina por tan humana, que sabe reír y llorar.
P. Daniel de Pablo Maroto, ocd