Continuamos leyendo y celebrando la última enseñanza de Jesús, en el mismo Cenáculo, apenas concluida la Última Cena y entregada la Eucaristía. Les ha anticipado ya el don de sí mismo que habrá de permanecer a su lado, a nuestro lado, hasta el mismo Fin de todo, pero aun tiene cosas que comunicarles que ayudan a entender lo que ha sucedido y lo que sucederá. Jesús se lo revela «para que cuando suceda creáis». Y esto vale tanto para ellos como para nosotros: la vida y obra de Jesús, su misma entrega y hasta su Resurrección han sucedido en el tiempo, son historia y realidad humana pero ha logrado con todo ello un tal resultado que sigue actuando en la iglesia y en el mundo entero desde entonces. Si unimos la enseñanza de hoy con lo que escuchábamos el domingo anterior, la entrega del mandamiento del amor, lo entendemos mejor. Se trata, siempre, de amar, de permanecer en ese amor de Jesús, la gran novedad, la nueva Alianza realizada en Jesús. Para poder amar y vivir esta vida nueva es necesario amar a Jesús, responder a su amor, con nuestra entrega que significa, en concreto, «guardar» su Palabra: «obras son amores y no buenas razones», como dice el refrán. Amar a Jesús no es un sentimiento o una predilección especial que tengamos, sino creer efectivamente en lo que ha enseñado y revelado y ajustar nuestros actos y la vida entera a esta luz que ha entrado en nuestras vidas. Este amor a Jesús y la guarda efectiva de sus mandamientos, especialmente el «nuevo», significa la comunión con el Padre, el Dios verdadero que ha enviado a Jesús y está en plena comunión sustancial con Él. Esta comunión es un vínculo efectivo de vida y gracias a ella, Dios mismo nos ama y puede hacer morada en nosotros, puede habitarnos, para que ya no «estemos huecos por dentro». Y se trata siempre de nuestra decisión, somos libres pero si no respondemos, si no guardamos su Palabra, poco conoceremos y gustaremos del amor del Padre, de Dios mismo, pues esta Palabra procede de Él, es el medio que tiene para ofrecernos el amor de Cristo y el suyo propio. También todo lo dicho será llevado a cumplimiento y plenitud por Aquél que viene y que Jesús define como el «Paráclito»: es el Espíritu Santo que también envía el Padre, aunque en nombre de Jesús, que lo ha hecho posible completando su Misión ene este mundo. El Espíritu nos lo enseñará todo, nos lo hará ver y gustar, hará posible que fundemos en Jesús nuestra vida pues nos irá «recordando», esto es, insuflando en el corazón toda la enseñanza, vida y entrega de Jesús. Por último, Jesús les deja su Paz, muy diferente de la ausencia de conflicto (en el mejor de los casos porque igual puede ser la «paz» de los cementerios) que da o, mejor, vende el mundo con propaganda y engaño. Esta Paz es la seguridad de que todo lo conseguido no se perderá, aunque Jesús desaparezca de la vista. Es más: tiene que hacerlo, tiene que volver al Padre, y nos deberíamos alegrar de ello, porque solo así se podrá cumplir todo. El Padre «es mayor que yo» confiesa humildemente Jesús, y por eso debo volver a Él, pero no lo hago solo, vosotros me acompañáis; esto lo comprobaremos el próximo domingo, la Ascensión. Pero hay más: solo desde Dios, cumplida su Misión, el envío que hizo el Padre para revelarse y salvarnos, puede enviar al Espíritu y comenzar la otra misión, la de llevar esta luz, esta verdad, esta vida a cada uno de los hombres, sus hermanos, nuestros hermanos.
Primera lectura: Hch 15, 1-2. 22-29
EN aquellos días, unos que bajaron de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme al uso de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo, Bernabé y algunos más de entre ellos subieran a Jerusalén a consultar a los apóstoles y presbíteros sobre esta controversia.
Entonces los apóstoles y los presbíteros con toda la Iglesia acordaron elegir a algunos de ellos para mandarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas llamado Barsabás y a Silas, miembros eminentes entre los hermanos, y enviaron por medio de ellos esta carta:
«Los apóstoles y los presbíteros hermanos saludan a los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia provenientes de la gentilidad.
Habiéndonos enterado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os han alborotado con sus palabras, desconcertando vuestros ánimos, hemos decidido, por unanimidad, elegir a algunos y enviároslos con nuestros queridos Bernabé y Pablo, hombres que han entregado su vida al nombre de nuestro Señor Jesucristo. Os mandamos, pues, a Silas y a Judas, que os referirán de palabra lo que sigue: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que os abstengáis de carne sacrificada a los ídolos, de sangre, de animales estrangulados y de uniones ilegítimas. Haréis bien en apartaros de todo esto. Saludos».
Segunda lectura: Ap 21, 10-14. 22-23
EL ángel me llevó en espíritu a un monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa de Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, y tenía la gloria de Dios; su resplandor era semejante a una piedra muy preciosa, como piedra de jaspe cristalino. Tenía una muralla grande y elevada, tenía doce puertas y sobre las puertas doce ángeles y nombres grabados que son las doce tribus de Israel.
Al oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, al poniente tres puertas, y la muralla de la ciudad tenía doce cimientos y sobre ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero.
Y en ella no vi santuario, pues el Señor, Dios todopoderoso, es su santuario, y también el Cordero.
Y la ciudad no necesita del sol ni de la luna que la alumbre, pues la gloria del Señor la ilumina, y su lámpara es el Cordero.
Evangelio: Jn 14, 23-29
EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.
El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.
Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.
La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo, Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis».


