La cruz que somos invitados a mirar en la tarde de Viernes Santo, es signo de esperanza y salvación para cada uno de nosotros, pero sobre todo es un signo de amor. Dios Padre, por amor a cada uno de nosotros, envía a su Hijo para nuestra redención y abrazando nuestra cruz tenemos ese camino cierto para el cielo. Es esa cruz la que santa Teresa nos invita a abrazar, como ella misma hizo a lo largo de su vida, sintiéndonos queridos y amados en nuestra miseria y pequeñez. Abrazar la cruz es decirle sí al Señor, es pasar de la nada a la esperanza, y esa esperanza que viene de lo alto es la que no defrauda.
Aquel día de Viernes Santo, Jesús sabía muy bien que no hay nada más que una llave que abra los corazones cerrados, y esa llave no es el reproche, no es el juicio, no son las amenazas, no es el miedo, no es la vergüenza, no es nada. Es únicamente el amor. Y ésta es el arma que Él usó con nosotros. Nos apremia el amor de Cristo, al pensar que uno murió por todos, dirá san Pablo en su carta a los corintios. Ese apremiar es sinónimo de acosar, empujar, no nos deja en paz “Caritas Christi, urget nos”.
Ante este amor tan incomprensible, resulta espontaneo dirigirnos a Jesús y preguntarle: “Jesús, tú que eres nuestro hermano, dinos: ¿Qué podemos hacer para ser dignos, o al menos para mostrarnos agradecidos ante tanto dolor y tanto amor? Y Jesús desde lo alto de la cruz responde con hechos, no con palabras: “hay algo que podéis hacer y que yo mismo he hecho: Tened confianza en Dios, fiaos de él, a pesar de todo y de todos, e incluso de vosotros mismos. Cuando os ciegue la oscuridad, cuando las dificultades amanecen con ahogaros y estéis a punto de rendiros, recobraos y gritad: ¡Padre, no te comprendo, pero me fío de ti! Y recobrareis la paz.
“Si quiere ganar libertad de espíritu y no andar siempre atribulado, comience a no se espantar de la cruz, y verá cómo se la ayuda también a llevar el Señor y con el contento que anda” (V 11,17).
Jesús en la cruz no se justifica ni se protege a sí mismo. No tiene nada que defender, porque lo ha entregado todo, y se entrega porque experimenta su ser como un don recibido, no como una posesión. Muere diciendo: “Padre perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). El único juicio que hace Jesús desde la cruz es el perdón, es un juicio desde el amor. Muere deseando el bien de los que le quitan la vida… ese es el amor que abraza el mal y lo transforma. La muerte de quien no muere pensando en sí mismo sino en quien lo está exterminando, hace exclamar al centurión, que había visto agonizar a muchos reos de muerte: “verdaderamente este era hijo de Dios” (Mc 15, 39)
Debemos tener siempre presente la pasión de Jesús en nuestra mente y corazón, ese amor que nos redime y transforma hacia la plenitud. Vivimos en un mundo que huye y se burla de ella, que siempre nos incita a vivir encerrados en nosotros mismos, en la comodidad y el placer. Pero el cristiano sabe que ha sido creado para más.
Por ello, cuando surja la tentación de controlarlo todo y apegarnos a nuestros planes sin importar el precio, debemos recordar a Cristo que abandonó todo, que se entregó a la voluntad del Padre en la cruz. Cuando el mundo nos tiente a buscar la propia identidad y valor en el éxito mundano, la riqueza y la moda…, como hijos de Dios, debemos recordar que nuestra identidad yace en el amor de Cristo por nosotros, pues se despojó de todo por ti y por mí.
El mundo nos dice que seremos felices si tenemos la aprobación de los demás. Nos repite una y otra vez que cuantas más personas nos vean, nos sigan, mejor será la vida. Pero el creyente sabe bien que estas promesas son falsas y no logran llenar el vacío que solo Cristo puede llenar. Por eso, en este Viernes Santo acojamos la invitación de Teresa a no tener miedo a la cruz y a estar seguros que ella sola, es el camino para el cielo.
P. Luis Carlos Muñoz Mories, ocd


