En pleno siglo XX y en el corazón de una Europa, una mujer será protagonista de una historia turbulenta que condujo a sus habitantes a un enfrentamiento fratricida, pero lo será además en calidad de víctima de la ambición y delirio humanos, adulados como salvadores de la humanidad.
Llegó la fecha aciaga pero previsible en la biografía de Edith Stein. Es el 2 de agosto de 1942. Una vez más se la obliga a abandonar la clausura del Carmelo de Echt. Esta será la definitiva. Se la conmina a hacer rápidamente el equipaje y a seguir a las SS alemanas. No vale la pena oponer resistencia; es consciente de que sus armas son otras y que la victoria será suya. Prueba de ello es que al aparecer por la puerta y tener que consolar a su hermana Rosa, se la oye decir: Vamos a morir por nuestro pueblo. Hace tiempo que expresó tal ofrecimiento, y ahora, que la ocasión se presenta, no puede echarse atrás; ahora, que el reto de la existencia alcanza su momento álgido, no hay que perder el aliento.
A la cruz que preside edificios oficiales y ceremonias de nuevo régimen, la cruz gamada, la alemana judía quiere oponer otra cruz, aparentemente menos gloriosa y prometedora. La ofensiva que comenzó años atrás, auspicia un combate largo y sufrido, mas no cabe permanecer indiferente. Desde siempre se interesó Edith Stein por la historia viva, sabiendo interpretar los signos de los tiempos; también aquellos en los que se está viendo directamente involucrada. Ya a los inicios del ascenso al poder de Hitler, enero de 1933, siendo profesora en Münster, deja caer esta valoración: Imposible predecir cómo se presentará el futuro. De momento no temo ataques a la Iglesia y a los conventos, ya que el Gobierno ha de tomar en consideración los millones de sus propios electores católicos.
Por desgracia, los temores steinianos se fueron cumpliendo y agravando al paso de los años, lo que estimula a la Teresa Benedicta de la Cruz a reforzar su confianza en quien vino a traer paz y reconciliación. Solo queda depositar el futuro incierto en las manos de Dios. El 9 de junio de 1939 redacta su testamento, en previsión de un desenlace final de su vida; y plenamente consciente, eleva esta oración: Desde ahora acepto con alegría y con perfecta sumisión a su santa voluntad, la muerte que Dios me ha reservado. Pido al Señor que se digne aceptar mi vida y mi muerte para su honor y su gloria.
Los campos de concentración por los que pasa, no la arrancarán lamento ni amenaza alguna a la carmelita hebrea. Su pluma plasmará el ánimo sereno de quien vive anclada en las manos de Dios. Desde la barraca 36 del campo de Westerbork, dos días después de despedirse de las Carmelitas, el 4 de agosto, les escribe: Estamos completamente tranquilas y contentas. Y en el Gólgota de los tiempos modernos, y cuando la Cruz comienza a ser elevada, Edith Stein olvidará la desgracia propia para ocuparse de la ajena. Aquí -en el campo de concentración- hay muchas personas que necesitan un poco de consuelo y lo esperan de las religiosas, pudo referir en un billete escrito cuatro días antes de entrar en la cámara de gas. Los más pequeños serán los preferidos. No puede pasar de largo ante tanto dolor inocente. Para esto sirve la oración, de que nazcan obras de caridad.
Es el último gesto que pone al descubierto la grandeza de esta mujer, que, sacando fuerza de flaqueza, se entrega al servicio de los hermanos que compartirán idéntico trágico destino.
El 9 de agosto de 1942, es domingo, fiesta de resurrección, Edith Stein llega a su última estación, Auschwitz-Wirkenau. Y al poco de llegar se encaminará a la cámara de gas; lo hará en silencio; sin duda, orando. Le quitarán la vida, pero permanecerá el amor que dispensó. Su cuerpo será arrojado a la fosa común, mas su espíritu sigue despierto, contagiando fuerza y esperanza más allá de las alambradas.
La existencia de Edith Stein fue un reto constante, una pasión por la verdad del hombre y de Dios. Es el fruto de una forja llevada a pulso desde sí misma, sobreponiéndose a adversidades dignas de consideración. La existencia fácil no le iba. En la persona de Edith Stein tenemos el testimonio elocuente de que toda vida que aspire a plenitud necesitará pasar por la prueba del combate. Y el mejor aliado para no sucumbir radica en mantener una íntima y constante amistad con el Dios, que dirige, a su manera, los destinos de los pueblos y de sus habitantes.
P. Ezequiel García Rojo, ocd