Duruelo

27 Nov 2021 | Actualidad

En un día como hoy, 28 de noviembre del año 1568, también “primer domingo de Adviento”, nació una institución religiosa como un pequeño grano de mostaza arrojada en tierra que, corriendo el tiempo, se convirtió en un árbol gigantesco que todavía perdura: la orden de los carmelitas descalzos, la “Reforma” del Carmen iniciada por santa Teresa de Jesús. Perdida en la lejanía de los siglos, hacemos hoy memoria emocionada del lugar, de la institución, de los autores de aquella epopeya espiritual, y de la fundadora Teresa, que había iniciado la reforma de la orden en femenino el 24 de agosto del año 1562 en el convento de San José en Ávila.

            Duruelo es hoy un lugar perdido en la meseta castellana, como lo era entonces, pero para los hijos e hijas de Teresa suscita un recuerdo entrañable. La madre Teresa, historiadora fiel, dibujante genial en breves trazos, describió el pueblecito como “un lugarcillo”, “aquella soledad”, “portalito de Belén”, “aquella casita” (Fundaciones, 14, 3, 6 y 11). Pero la magia de su prosa sugiere más que dice, con ser mucho, el significado del hábitat para la orden de María que estrenaba una novedad de vida religiosa. No era una casa habitada, sino suponemos que estaba destinada para guardar aperos de labranza y poco más. Tan destartalada y sucia, que abundaba en “mucha gente del agosto”, no trabajadores de temporada, sino ocupada por piojos y chinches y algunas sabandijas. ¡Cómo estaría la casucha, que optaron ella y sus dos acompañantes, ir a dormir a la iglesia del pueblo! (Fundaciones, 13, 3).

            Pero la madre Teresa no era solo una genial escritora, sino una consumada arquitecta, y pronto transformó en su portentosa imaginaria la destartalada “casita” en un convento de frailes. El portal o zaguán, lo convirtió en iglesia (¡!); el desván, alto en el centro, estrecho en los extremos, al que se accedía agachándose, en coro (¡!); y allí rezaban el Breviario y oían misa (¡!); y en “los dos rincones, hacia la iglesia, dos ermitillas, adonde no podían estar sino echados o sentados, llenas de heno […] y el tejado casi les daba sobre las cabezas, con dos ventanillas hacia el altar (¡!) y dos piedras por cabeceras”. O sea, algo parecido a dos celdas conventuales. Y cuando llovía o nevaba, sus pobres hábitos frailunos se mojaban porque las tejas dejaban pasar libremente el agua, la nieve y los vientos (Ib. cap. 14, 7).

            Este fue el hábitat nutricio de una Reforma del Carmen y de la Iglesia de la que surgió, como de un misterioso y subterráneo manantial, una escuela de espiritualidad y de mística que asombró a los teólogos de los siglos XVII y XVIII. Aquí y así nació la Reforma de los frailes carmelitas descalzos. Pero fueron solo los orígenes, porque, con el tiempo, se fueron fundando conventos espaciosos con sus iglesias de culto, con sus noviciados y colegios de estudios, dentro de la pobreza de una orden reformada. De hecho, la experiencia de Duruelo duró poco más de un año, demasiado para un pequeño número de frailes, entre ellos, san Juan de la Cruz, primer formador de los pocos llegados a Duruelo. (Vale la pena leer, en el aniversario de la Reforma teresiana entre los frailes, todo el relato teresiano desde sus inicios hasta la implantación de la vida en ese estrecho hábitat (Fundaciones, 3, 16-17; y caps. 13 y 14). Y, lo mejor es que su espíritu profético preanunció que allí, en un lugar tan inhóspito, “había comenzado un principio para gran aprovechamiento de nuestra orden y servicio de Nuestra Señora” (ib., n. 11).

            Conocido el extraño hábitat de los comienzos del Carmen descalzo entre los varones, y descrito por la madre Teresa como testigo fiel, el lector gustará conocer mejor el entramado de soledad que acompañó a los iniciadores de la extraordinaria experiencia espiritual del Carmen descalzo. Entre otras descripciones del lugar, escojo la del eminente historiador de la orden, Jerónimo de San José (Ezquerra), preceptista de la materia con su obra Genio de la historia, abundoso de palabra en tiempos del Barroco, pero muy estimado por su sentido crítico y autor de la mejor biografía de san Juan de la Cruz hasta los tiempos modernos. Dice así:

      “Está el sitio de este lugar entre Ávila y Salamanca, a media legua de la villa de Mancera, en un valle de un río pequeño llamado Ríoalmar y no lejos de un monte en partes mal poblado de encinas. Por la desdicha y mudanza de los tiempos que suele trasladar de un lugar a otro no solo gente y moradores sino imperios grandes, vino a despoblarse este en Duruelo. Era un tiempo de más de 200 vecinos; ya cuando se fundó allí nuestro convento, de muy pocos, hoy de ninguno (en torno a 1630-1640) porque totalmente está desierto y con pocos vestigios de su antigua población”.

            Sigue después describiendo con detalle las dependencias del “convento” cuna de la orden. Su prosa barroca se torna gozo estético y espiritual al contemplar aquel minúsculo hábitat como fundamento de la hermosa catedral en que se convirtió la Reforma de la madre Teresa entre los frailes. (Vale la pena releer esas páginas llenas de encanto y que nos acercan a la verdad histórica. Historia del Venerable Padre Fray Juan de la Cruz, Junta de Castilla y León, Salamanca, 1993, libro II, cap. 1, pp. 191-195. Edición de José Vicente Rodríguez).

      Aquel minúsculo conventito se transformó en una morada más habitable en el siglo XVII hasta que en la desamortización del año 1836 los frailes fueron obligados a abandonarlo convirtiéndose parcialmente en gloriosas e históricas ruinas. Cabría aquí recordar los versos elegíacos de Rodrigo Caro (+ 1647) a las ruinas de “Itálica famosa” en la que también había un “templo” y de todo “apenas quedan las señales”.

            En Duruelo, por suerte, quedaron muchas “señales” del convento nuevo, ni rastros del primitivo, y ha sido recuperado por las carmelitas descalzas de la madre Teresa gozando del silencio y del embrujo casi inmutado del tiempo de san Juan de la Cruz. Y, por su parte, las monjas han fundado un Carmelo junto al antiguo cenobio en 1947.

            Duruelo, un “lugarcillo” para recordar y vivir emocionalmente un 28 de noviembre, primer domingo de Adviento como en tiempos de san Juan de la Cruz. 

DANIEL DE PABLO MAROTO
Carmelita Descalzo
“La Santa” – Ávila