El último domingo de este Adviento, a días contados de la celebración de la Navidad, la Palabra nos enfrenta directamente con la experiencia única e irrepetible de la Virgen María, centro junto con El que Viene de estas celebraciones. De la mano de esta Gran Mujer recorreremos los últimos días que faltan para acoger a Jesús, hijo de María e Hijo de Dios. Y lo primero que tenemos que recordar y vivir es este coprotagonismo: Dios no nos salva sin nosotros, como escribió san Agustín. En el centro de esta fiesta se dispondrán María y Jesús porque la fe cristiana no se centra solo en Dios (teocéntrica) ni en el hombre (antropocéntrica) sino que «teoándrica», es la fe en el Dios que se hace hombre para ser fiel a su palabra y a su acción a lo largo de toda la historia. Así nos lo recordaba la primera lectura, hablándonos de Belén, que es tierra de Judá pero también de Efraín, una de las tribus del norte, una aldea sin importancia pero cuna del rey David y su dinastía, y lugar elegido para este acontecimiento que lo cambió todo para siempre. En ese lugar aparecerá el «jefe de Israel», el que pastoreará a sus hermanos para el retorno que cuenta para todos y que no es la vuelta a una tierra prometida sino el cumplimiento de todas las promesas de Dios. El Señor va a conseguir que la humanidad entera regrese a Él, se reconcilie con su Creador y entre ellos para acceder juntos al reino donde todos somos hijos y vivimos como hermanos. El Evangelio nos presenta a la Virgen, de nombre María, a quien muy poco antes el ángel había anunciado que sería la Madre del rey que viene. En su conversación con el ángel ha conocido que Isabel, su prima, también está encinta y sin atender a nada más, se pone en camino hacia ella, para ayudarla, sí, pero también para compartir lo que está sucediendo. Es la única con quien puede hacerlo pues la nueva realidad creada por la palabra solo ha arraigado en ellas. Los demás protagonistas del relato o no han creído (Zacarías) y se han autoexcluido, de momento, de la historia o aun no saben (José) o no les importa (resto de los «enterados» de Israel). Es un encuentro único y decisivo que va más allá de un gesto de solidaridad y ayuda entre mujeres y parientes: es un encuentro entre dos creyentes decisivas para que avance la historia de la salvación y arraigue en la realidad. Por eso, en cuanto Isabel escucha la voz de María, su criatura, el que ya es el profeta Juan Bautista, salta en el vientre, se pone en guardia, a su modo anuncia y señala que ha entrado, que ha llegado aquél para quien ha venido a preparar el camino y señalar entre todos los hombres. La misma Isabel se llena del Espíritu que ha entrado en la casa con María y anuncia lo que está sucediendo: quien ha entrado no es solamente la prima María sino la «bendita entre las mujeres» que lleva en su vientre al «bendito» por excelencia, pues es la misma Bendición de Dios encarnada que se derrama sobre toda carne. Isabel confiesa esta gozosa realidad y se alegra, en su pequeñez, como Belén, de recibir la visita de quien tenía que venir y ahora ha aparecido. Con la máxima sencillez, nos está enseñando y recordando cuál ha de ser nuestra actitud: en María, con María llega Aquél que es para cada uno la Bendición, el perdón, la salvación misma de Dios, como irá mostrando el Evangelio. Isabel revela la reacción del niño Juan, que ha saltado de alegría en su vientre para anunciar a quien acababa de entrar y proclama lo que más nos importa a todos, ahora en este tiempo y siempre: ¡Dichosa María y ella, porque han creído! y dichoso todo el que crea, pues solo creyendo accedemos y nos mantenemos en comunión con la nueva realidad que surgió entonces y sigue presente, cambiando las vidas y la historia misma. Lo que ha dicho el Señor se cumple y se cumplirá, es, de hecho, la verdad y la realidad nueva traída por el Hijo de Dios en persona, Jesucristo.
Primera lectura: Miqueas 5, 2-5a
Esto dice el Señor:
Pero tú, Belén de Efrata,
pequeña entre las aldeas de Judá,
de ti saldrá el jefe de Israel.
Su origen es desde lo antiguo,
de tiempo inmemorial.
Los entrega hasta el tiempo
en que la madre dé a luz,
y el resto de sus hermanos
retornarán a los hijos de Israel.
En pie pastoreará con la fuerza del Señor,
por el nombre glorioso del Señor su Dios.
Habitarán tranquilos porque se mostrará grande
hasta los confines de la tierra,
y ésta será nuestra paz.
Segunda lectura: Hebreos 10, 5-10
Hermanos:
Cuando Cristo entró en el mundo dijo:
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas,
pero me has preparado un cuerpo;
no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias.
Entonces yo dije lo que está escrito en el libro:
«Aquí estoy, oh Dios,
para hacer tu voluntad».
Primero dice: No quieres ni aceptas
sacrificios ni ofrendas, holocaustos ni víctimas expiatorias,
–que se ofrecen según la ley–.
Después añade: Aquí estoy yo para hacer tu voluntad.
Niega lo primero, para afirmar lo segundo.
Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados
por la oblación del cuerpo de Jesucristo,
hecha una vez para siempre.
Evangelio: Lucas 1, 39-45
En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías, y saludó a Isabel.
En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo, y dijo a voz en grito:
–¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre.
¡Dichosa tú, que has creído! porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.