Se ha hablado y escrito mucho en días pasados acerca del centenario del viaje real a las Hurdes que tuvo tanta trascendencia para el futuro de aquella zona española tan deprimida. Me ha parecido advertir que se olvida a menudo el paso y estancia del rey Alfonso XIII en el monasterio carmelita del Desierto de las Batuecas, adonde pernoctó en la noche del 23/24 de junio 1922, antes de concluir el viaje a las Hurdes con la visita a la villa salmantina de la Alberca; ambos sitios han quedado excluidos en el nuevo viaje y visita reciente de su nieto, el rey Felipe VI y esposa doña Leticia (12-5-2022), para conmemorar aquella hazaña que llamó mucho la atención, incluso de la prensa española e internacional. Pero es que se olvida además la versión carmelitana de aquellos días, incluso la parte y el protagonismo que tuvieron algunos religiosos, los cuales fueron testigos presenciales y nos dejaron crónica del paso del rey por aquel antiguo Desierto fundado en 1599 y que había decaído y pasado a manos ajenas desde la exclaustración española de la vida religiosa (1836), pero que en aquellas primeras décadas del siglo XX se luchaba por restaurarlo y darle nueva vida, sin perder de vista en el proyecto de prestar ayuda de alguna manera a la zona deprimida de las Hurdes, con la que desde sus comienzos el desierto carmelitano de Batuecas ya en el siglo XVII había mantenido siempre una especial relación. Lo repito, no estamos sin documentación de primera mano acerca del paso de Alfonso XIII por aquel lugar eremítico en junio de 1922.
Las Batuecas antes de la visita real
Pasado al Estado con la exclaustración (1836), la propiedad del edificio y amplio terreno del desierto-monasterio pasó de mano en mano hasta que, restaurada la Orden Carmelita en España a finales del siglo XIX, ella misma hizo varios intentos de recuperarlo; no sólo eso, sino que estableció una exigua comunidad (1915-1920) para su revitalización y la explotación de las riquezas naturales de forma que permitiera a los frailes una cierta autonomía económica. Pero era tal la situación ruinosa del monasterio y que no se solucionaba con acomodos parciales, como la dificultad de la comunicación con la Alberca y las Hurdes (no había carretera ni camino), que el proyecto fracasó, por lo que no tardando mucho la Orden se desprendió de finca y edificios (1925), vendiéndolo todo a manos seculares con no poca contrariedad y protesta de muchos religiosos, y hasta del obispo de Coria, porque se vino abajo todo un plan apostólico y agrícola que se había ido formando de cara a la recuperación de las Hurdes, y en el que los frailes carmelitas tenían también su parte, hasta el punto de que se llegó a pensar en la presencia de religiosos carmelitas de toda España para aquel lugar. El asunto se enfrió, y eso que uno de los mejores frutos de la visita real fue la inmediata planificación del camino o carretera que pasaba por el Desierto, desde las Mestas hasta la Alberca.
De ahí que cuando ocurre la visita real (junio 1922) el monasterio, todavía propiedad de los carmelitas, no estaba habitado de ordinario por frailes, ya no había convento oficial, sino que estaba encomendado, mediante arriendo, para su explotación a personas de la zona, que sobre todo mediante el ganado (cabras y ovejas), el corcho y el cultivo de algunas partes de su amplia extensión, trataban de sacar rendimiento económico. Seguían siendo dueños los Carmelitas, pero ya no vivían allí de ordinario. De ahí que enterados en Madrid, del proyecto del viaje real a las Hurdes y su paso por el desierto, la Orden mandó para aquellos días de la estancia del monarca, algunos religiosos de prestigio notable: los padres Gabriel de Jesús (1862-1949), conocido teresianista, y Silverio de Santa Teresa (1878-1954), luego historiador general de la Orden y hasta Superior general de la misma (1947-1954), cargo en el que murió; a los que se añadía el hermano lego Joaquín María de santa Teresa (1876- ), natural de Galinduste (Salamanca), y que era el religioso más entendido e interesado por el desierto de las Batuecas, incluso para el problema de las Hurdes, por lo cual el mismo rey le prestaba no poca atención, y hasta se decía que este hermanito tuvo su parte en la decisión real de viajar a las Hurdes. Era el personaje más conocido, tanto en la Alberca como en las Mestas, y fue pieza fundamental en la organización de la explotación agraria de aquellos parajes, sobre todo en la plantación de árboles, establecimiento de cabras y colmenas de abejas. Tan ligado a las Batuecas estaba que, cuando la Orden decide venderlo de nuevo (1925), él abandona el hábito de fraile y se pone al servicio de los nuevos propietarios como encargado, y así lo encontraría la santa Madre Maravillas de Jesús cuando allí se establece con sus monjas (1937).
Pues tanto padre Silverio como el hermano Joaquín, dejaron consignados sus recuerdos acerca del paso de Alfonso XIII por el antiguo Desierto de las Batuecas.
Los preparativos de la visita real
Silverio andaba por Madrid ocupado en sus investigaciones teresianas en la Biblioteca Nacional; allí le llega la orden superior de que se traslade de inmediato a las Batuecas, juntamente con el P. Gabriel, entonces residente en Madrid. El Hermano Joaquín estaba de conventual en Alba y marchó días antes. Así que los dos padres hicieron el viaje en tren por Medina del Campo y Salamanca hasta la Fuente de San Esteban, y desde allí en automóvil hasta Tamames y la Alberca, con algún que otro percance que pudo terminar en accidente trágico. Y ya notaron en el viaje que la anunciada visita real había alterado la vida de aquella gente, pues iban acompañados de guardias civiles, empleados de telégrafos, etc. Describe así su llegada a la Alberca (Silverio era la primera vez que visitaba estos lugares) y los consiguientes preparativos para acercarse a las Batuecas: “Llegamos, sanos y salvos, a la Alberca, donde a mi compañero y a mí nos estaba esperando el señor Mateo, hombre principal de aquel lugar, alto, fornido, sanote, serio y entero como un alcalde calderoniano, amigo fiel de los carmelitas, generoso con ellos, orgulloso de tenerlos en su casa y gran admirador y devoto de las Batuecas, como lo son casi todos los albercanos. El señor Mateo nos preparada lauta comida, y con franca delicadeza, retrasó su habitual hora de yantar por acompañarnos… Comidos ya, el señor Mateo nos tenía ensillados un caballo y un machito, con su correspondiente espolique”. La situación descrita no coincide con el normal acceso al valle de las Batuecas, tal y como hoy lo podemos hacer más cómodamente, sino que era a través de un antiguo camino pedregoso por el monte, desde el Portillo, dice “término de nuestra ascensión (desde la Alberca) y comienzo de un áspero y molesto descenso a las Batuecas”. Era la caballería el medio más seguro y cómodo, pero los frailes a un determinado momento se empeñaron en bajar a pie, lo que dificultó aún más el caminar: “Cuatro horas nos costó el descenso, que los naturales del país suelen hacer, atrochando, en menos de una. A las 8 de la noche (20 de junio) llegamos al convento, cuando el sol había traspuesto hacía tiempo los picos más empenachados y erguidos que coronan la hondonada. Los pies protestaron de aquella hazaña andariega…” Lo reproducimos tal cual este pasaje porque, en sentido inverso, en ascenso, fue el mismo camino y sistema de viaje que siguió su Majestad y comitiva en caballería desde Batuecas a la Alberca.
La llegada real y la noche monástica
Naturalmente todo –en la medida las reducidas posibilidades en aquel deshabitado lugar- eran preparativos para recibir al regio huésped, al que deberían ofrecer cena, celda para dormir y desayuno al día siguiente antes de marchar a la Alberca. Las fotos oficiales y hasta la película que se va filmando de todo el viaje por las Hurdes, justo termina delante de la puerta exterior del convento, adonde estaban esperando a recibirlo los padres Gabriel y Silverio, porque el Hermano Joaquín, con su hábito pardo y sin capucha (entonces era así por ser hermano lego), se había adelantado y a pie, junto a Francisco Puerto el montaraz, venía acompañando al rey desde las Mestas. Por eso los relatos de Silverio y Joaquín, son el único testimonio disponible de lo que fue la jornada regia dentro del desierto carmelita. Una fuente histórica preciosa, de primera mano.
Así anota Silverio en sus memorias acerca de los preparativos y la misión encomendada de aquellos tres días previos: “Como el monarca no llegaría hasta el 23 del mismo mes, empleamos el tiempo en arreglar algunas habitaciones y preparar lo necesario para la comida que este día … debería hacer Su Majestad con las demás personas que le acompañaban. El caso, en aquel rincón pobrísimo del mundo, era para asustar. Nos tranquilizaba la sencillez de Su Majestad que se adaptaba a todo, lo cual no impedía que nosotros trabajáramos para que el recibimiento y el ágape fuera lo menos indigno de un Rey y su séquito de personajes todos de tan alto rango”. Y es que no se debe olvidar que el edificio del antiguo monasterio seguía en ruinas, sólo había una parte habitable, algo separada de él, la antigua hospedería que los religiosos habían acomodado para ellos en el 1915. Y allí durmió el rey, en una pobre celda frailuna del piso superior, y puede ser que hasta en colchón sobre tarima de tabla, al estilo frailuno, y naturalmente sin contar con los servicios higiénicos más elementales.
El momento más cordial y memorable, aparte del baño real en el río (en porretas!) y la la somera visita a las ruinas del monasterio, fue sin duda la cena que se le ofreció junto a otros comensales, en un espacio privilegiado, el de la Fuente de San José o de las conferencias, es decir, en el mismo lugar donde los antiguos ermitaños solían tener sus colaciones o conferencias espirituales, y donde, entre otros platos, (por expresa petición del rey) pudo saborear el cabrito asado preparado por el tío Kiko en brasas de leña especial y condimentado con hierbas aromáticas, al estilo de la Alberca. ¡Menuda cena! Desde luego nada coincidente con la tradicional ascesis de ese lugar eremítico. Acabada la cual, bien tarde y muy entrada la noche, acompañado de padre Silverio, se retiro el rey a la celda monástica designada, que todavía se conserva en el monasterio: “Una humilde cama, una pobre mesa con su palmatoria metálica, y una mal llamada butaca, constituyeron el ajuar regio de las Batuecas. Sin embargo, la celda estaba muy limpia, porque la tía Quica es la limpieza personificada. Al rey, con su habitual sencillez, teniendo, sin duda, presente lo que acababa de ver en las Hurdes, le pareció aquello de perlas”. El comentario silveriano, haciendo honor a la verdad, hay que completarlo con otro comentario menos halagüeño que alguno del séquito le oyó decir al rey, cuando fue preguntado por la calidad del reposo nocturno, respondió: -“Pues bien, salvo algunos ratos que me he visto precisado a dedicarme a la regia montería del chinche, bien”. En aquel lugar y en aquellas circunstancias me suenan a verídicas estas palabras, nada de legendarias, aunque Silverio no las registre por el honor de la propia familia religiosa.
La mañana siguiente de la despedida (24 de junio 1922)
Al levantarse y desayunar, cuenta dicho padre que el rey tuvo este detalle con los frailes: “Al ir a saludarle a la mañana siguiente a la hora convenida, me confió este encargo bien digno de gratitud: -‘Diga al hermano Joaquín que venga, porque quiero darle la noticia que le alegrará mucho, todavía secreta, de que está aprobada una buena carretera que atravesará toda la región hurdana’. Así lo hice. ¡Figúrense lo esponjado que estaría nuestro Hermano con tan delicado proceder de la majestad real!
Luego de repartir pitillos a cuantos se hallaban esperándole en la explanada de la Hospedería, tomaron el camino para la Alberca y Madrid, dejando en las Hurdes y Batuecas un recuerdo imperecedero de sencillez y humanidad cristianas que no olvidarán fácilmente los habitantes de esta región”.
Hay que añadir que, por expreso deseo real, fue invitado el citado hermano Joaquín a que les acompañara en el camino de ascenso al Portillo y hasta la Alberca, como así lo hizo. Y que antes de partir también firmó en el Libro de visitantes de las Batuecas que aún se conserva, como también lo hicieron algunos de sus acompañantes: “Alfonso XIII / 24. Junio 1922” (p. 28).
El grupo exiguo de carmelitas destinados a recibir al rey en aquel lugar, un día después y a continuación de algunos miembros de la comitiva real, consignan también en dicho libro del convento el hecho memorable: “Agradecidos a Su Majestad los hijos de S. Teresa, por haberse dignado el Desierto de S. José del Monte Batuecas y pasar en él una noche. Fr. Silverio de S. Teresa, C.D.- Fr. Gabriel de Jesús, OCD. Las Batuecas. 24 de Junio de 1922” (p.31). El hermano Joaquín no firma porque aquel día estaba de acompañante del rey en la Alberca, y así quedó relegado de este honor, aunque disfrutó lo suyo en aquella jornada serrana.
Pero quizás lo más interesante de toda esta visita real es que el monasterio de las Batuecas así entraba a formar parte de ese proyecto regenerador de la zona que dirigía el Real Patronato de las Hurdes que de inmediato se constituye (1922-1931) y en el que tenía parte relevante el obispo de Coria, Pedro Segura. Los carmelitas lo habían ofrecido para algunas actividades, y ellos mismos quedarían implicados en tareas de carácter sacerdotal más propias de su vida. Fue en esta ocasión que, por petición real, el obispo de Coria redacta en las Batuecas una memoria de lo que podría hacerse en las Hurdes, conclusiones que luego recogería el real decreto de constitución del Patronato (18-7-1922). Y en un determinando momento tal informe llega a decir que “mucho coadyuvaría al servicio espiritual de la región el restablecimiento de la comunidad de Padres Carmelitas en el histórico desierto de las Batuecas”. Porque se había clausurado hacía dos años (1920).
Sirvan estas páginas para conmemorar aquella visita regia, pero desde la visual de unos testigos carmelitas muy cualificados, y que están escritas con el fin de completar la crónica de aquellos días memorables de junio 1922, preludio de la visita regia que harían a Salamanca y Alba de Tormes en octubre del mismo año con motivo del doctorado “honoris causa” concedido por la universidad salmantina a Santa Teresa de Jesús.