Ana de San Bartolomé, la «compañera» de Santa Teresa

7 Jun 2024 | Actualidad

Uno de los rasgos más peculiares de Teresa de Jesús es el gran poder de atracción que poseyó y aún sigue ejerciendo en el mundo. Su vida se halla relacionada con otras muchas en una amplia gama de la existencia humana. Desde el rey Felipe II hasta los carreteros que la acompañaban en sus viajes, pero sobre todo con sus monjas. La lectura del epistolario es la mejor prueba de esta capacidad de relación de Teresa de Jesús. Cartas a María de San José, a María Bautista, a Ana de la Encarnación, a Isabel de Santo Domingo, a Ana de Jesús y a otras prioras. Sin embargo, las cartas son una manifestación de ausencia. Eso explica que no se conserve ninguna a Ana de San Bartolomé, una de sus hijas más queridas.

Había nacido en el Almedral, pueblo perteneciente entonces a la provincia de Ávila, hoy a la de Toledo. Su nacimiento, tuvo lugar el primen de octubre de 1549. En su vida aparecen desde niña hechos extraordinarios, como los que se suelen leer en las vidas de los santos, con la particularidad de ser ella misma quien los narra.

Nacida de una familia sólidamente cristiana -Ana Manzanas nos ha dejado en su Autobiografía el relato de las virtudes de sus padres- brotó en ella la vocación religiosa que hubo de defender, muertos ya sus padres, con gran tenacidad contra la oposición de sus familiares. Un sacerdote, llegado hacía poco al pueblo, la puso en contacto con las monjas car- melitas descalzas de Ávila. Cuando ella va al convento, re- conoce los rostros de las religiosas que había visto en sueños. Vencidas las dificultades, Ana Manzanas llegó a Ávila la víspera de Todos los Santos.

El día de Animas de 1570, ingresó en San José en calidad de hermana de velo blanco. No sabía escribir. No era la primera religiosa no corista, como tantas veces se ha escrito. Antes de entrar Ana en San José de Ávila, la Madre Teresa había fundado el convento de Malagón en 1569, previéndose ya las capitulaciones con doña Luisa de la Cerda la posibilidad de estas religiosas no coristas. Una de las recibidas allí, Ginesa de la Concepción, había profesado en la Cuaresma de 1569. Pero si Ana de San Bartolomé -así se llamó en la Religión- no era la primera hermana de velo blanco, sí ha sido la más conocida.

Al entrar en San José de Ávila, no estaba presente la Madre Teresa, ausente en la fundación de Salamanca. Su primer encuentro debió ser en 1571, antes de ir Teresa a tomar posesión del priorato de la Encarnación. Desde allí seguía preocupándose por la novicia. No quiso se dilatase la fecha de la profesión, que tuvo lugar el día de la Asunción de 1572. La Santa había tenido con ella la atención de buscarla el predicador para la profesión: un padre jesuita, y quien pagase la fiesta: un canónigo de Ávila (Autobiografía B, 11,12)

El retorno de Teresa a San José, acabado el priorato en la Encarnación, iba a estrechar las relaciones entre las dos. Pasaba Ana por un período de dificultades interiores, mal comprendida por el confesor. Ana se abre a la Madre, que la consuela y le asegura que el camino que llevaba era bueno. Cuando Teresa parte a la fundación de Beas hubiera querido llevarla consigo, pero el estado de salud de Ana no lo permitió. Lástima grande. Hubiera sido, sin duda, un gran alivio para la Madre en medio de las penas y trabajos de la fundación de Sevilla, siendo uno de los no pequeños el retraimiento de la nombrada por priora. Al fin, Teresa volvía a San José de Ávila en junio de 1577. Desde entonces hasta su muerte no se separarían ya más.

La enfermera ideal

Ana de San Bartolomé era un alma llena de compasión ante la necesidad ajena. En su aldea, de niña, escribe de sí: «Lo que podía dar de los vestidos, sin que se viese, lo hacía y me quedaba sólo con lo de encima que se veía, y dábalo a los pobres y todo lo que podía tomar lo llevaba y escondía la comida» (Aut. A, e, 5). Teresa, muy buena enfermera ella también, pronto se dio cuenta del magnífico papel que podía desempeñar en la Comunidad. Había en el convento no menos de cinco enfermas. Teresa se las encomendó: «Aunque esté mala, quiero que sea enfermera de estas enfermas, que no hay quien las cure». Ana calla y obedece. El Señor se manifiesta de modo prodigioso y pronto todas recobraron la salud. Y para que no tenga atadas las manos le dice: «Sea priora de ellas y no me pida licencia; delas lo que viere que han menester».

La misma Santa Teresa había de ser la que más participase de los cuidados de Ana. Ya el mismo día que llegó de Toledo, después de su período de detención obligada, la mandó ir a atenderla a su celda. Aquel mismo año tuvo lugar la caída de Teresa por la escalera de S. José, de cuyas resultas quedó manca de por vida. Así Ana sería también su enfermera de por vida. Y esto con gran gusto de Ana y no menor de Teresa. No se pueden leer sin emoción estas frases: «Verdaderamente era un cielo servirla, que la mayor pena era verla padecer… Serían poco más o menos catorce años, porque desde que entré a tomar el hábito me llevó a su celda, que siempre desde que vivió estuve con ella, si no fue en tanto que fue a Sevilla, que, como queda dicho, quedé enferma. Y todo este tiempo no me parecía un día. Y la Santa estaba ya tan acomodada a mi pobre y grosero servicio, que no se hallaba sin mí». Nada de extraño. Sabía la hermana Ana lo amiga que era la Santa de limpieza y procuraba que siempre tuviera ropa limpia.

La compañera

No le inventamos este calificativo. Fue Santa Teresa la primera en llamarla así. En las fundaciones, Teresa había llevado como compañeras unas veces a unas, otras a otras. A partir de la fundación de Villanueva de la Jara, y tal vez por no poder vestirse por tener el brazo roto, la compañera fija de Teresa fue Ana de San Bartolomé.

La Santa lo recuerda en la fundación de Palencia (Fund. 29, 10) con un elogio que muchas quisieran para sí: «freila, mas tan gran sierva de Dios y discreta que me puede ayudar más que otras que son del coro». Ana es la testigo más segura para completar las relaciones de las fundaciones de Villanueva de la Jara, Palencia, Soria y Burgos. Con Teresa, Ana fue testigo de los trabajos en los caminos y en las posadas, de los recibimientos triunfales y también de oposiciones violentas.

Fue ella de los primeros en hacer la relación del traslado a la nueva casa en Malagón, de la desgracia ocurrida en Villanueva con el torno del pozo que dio sobre Teresa, la recepción en Palencia. Ella nos habla en la fundación de Burgos, de algo que calló la Madre: la gran riada del Arlanzón el 24 de mayo de 1582: «Los monasterios se despoblaban por no ser anegados. Nosotras también nos vimos en este  mismo  peligro,  y  por estorbarlo, aconsejaban a la Madre saliese de su casa. Ella nunca lo quiso aceptar, sino hizo poner el Santísimo en una pieza alta, donde nos hizo a todas recoger y estar diciendo letanías». En aquella circunstancia, con gran sentimiento, no pudo dar a la Santa más que un poco de pan mojado en agua.

Y Ana sería la compañera, con Teresita, la sobrina de la Santa, en aquel último viaje. La dirección inicial era camino de Ávila, donde quería dar la profesión a su sobrina. El viaje quedó sin narrar por Teresa. Lo hará Ana por ella. Un viaje triste como la muerte. Disgustos en Valladolid con la suegra de su sobrino D. Francisco y con la priora de Valladolid, María Bautista. En Medina la priora recibe mal una advertencia. Y la Madre «no comió ni durmió sueño en toda la noche» (Aut. A. 7, 13). Y en Medina la Madre ha de desviar el viaje, por orden del P. Antonio de Jesús, y encaminarse a Alba. Un gran contratiempo para Teresa, que lo manifestó a su compañera, que comenta: «Nunca la vi sentir tanto cosa que los prelados la mandasen como ésta».

En realidad, el P. Antonio había cedido a las peticiones de la Duquesa de Alba, que deseaba se hallase la Madre en Alba cuando diese a luz doña María de Toledo. Para hacer el viaje mejor, habían enviado una carroza. De poco serviría. Habían salido de Medina sin provisiones. Al pedir a Ana algo de comer, no pudo ofrecerle sino unos higos secos. Los cuatro reales ofrecidos para comprar dos huevos fueron devueltos. No los había. Y escribe Ana: «Cuando ví que por dinero no hallaba cosa y me lo volvían, no podía mirar a la Santa sin llorar, que tenía el rostro medio muerto. La aflicción que yo tuve no la podré encarecer, que me parecía se me partía el corazón» (Aut. A. n. 15).

Pocos días le quedaban en su oficio de enfermera. El 20 de septiembre llegaron a Alba. El día de San Miguel Teresa se acostó en cama, vencida por el mal. Con otras personas podría disimular, pero para Ana era todo claridad. Estando a solas, le manifestó: «Hija, ha llegado la hora de mi muerte». Si durante toda la vida había tratado a Teresa con amor y cuidado, ahora había que extremar el cariño y la atención. «No me apartaba un momento de ella; pedía a las monjas me trajesen lo que había menester; yo se lo daba, porque en estarme allí la daba consuelo». El 4 de octubre, día de San Francisco, sería el último de Teresa. Ya no pudo hablar. Ana estuvo todo el tiempo a su cabecera. Por la tarde el P. Antonio de Jesús le mandó fuera a comer algo. Teresa advirtió la ausencia de su querida enfermera y no sosegaba, mirando a un parte y a otra. Los asistentes se dan cuenta y le dicen si quiere que venga Ana. Por señas manifiesta que sí. «Y viniendo, que me vió, se rió, y me mostró tanta gracia y amor que me tomó con sus manos y puso en mis brazos su cabeza, y allí la tuve abrazada hasta que expiró».

Hermosa muerte de una Santa en los brazos de otra santa. Mientras Ana tenía en sus brazos a Teresa estaba «más muerta que la misma Santa». Eso dice ella. Pero los que asistieron al caso no dejaron de observar la disposición interior de la Beata que se traslucía. Nada de extraño: «El Señor se me mostró con toda la Majestad y compañía de los bienaventurados sobre los pies de su cama». Venían por el alma de Teresa. Así el dolor de la separación se trocó en gozo por la felicidad de la Santa. Con ánimo sereno amortajó el cuerpo de la Santa y asistió a sus funerales

La secretaria

Al entrar en San José, Ana no sabía escribir. Su profesión la firma con una cruz. Durante varios años tampoco se lo enseñaron. Fue a partir de 1579 cuando en Salamanca aprendió de modo prodigioso. La iniciativa partió de la Madre Teresa, agobiada por las muchas cartas a que debía responder. «Si tú supieras escribir, ayudárasme a responder a estas cartas». Ana pide un modelo. Le ofrecen un escrito de bella letra de una carmelita. Pero prefiere la letra de Teresa. La Santa escribe unas líneas y ellas fueron la cartilla para Ana. Y aquella misma noche escribe una carta para las monjas de San José de Ávila, que no saldrían de su asombro al ver a la humilde leguita hecha secretaria de la Madre. Un buen principio. En adelante a los servicios de enfermera añadiría los de secretaria.

Todavía se conservan cartas escritas por Ana y firmadas por Teresa, cartas doblemente valiosos desde el punto de vista de la historia. Es muy posible que ni Ana ni la Santa previeran el alcance de este aprendizaje. Ana de San Bartolomé podría en adelante escribir y relacionarse con sus amistades, y poner por escrito su vida y los secretos de su alma. La que entró en la orden sin saber escribir es hoy la escritora más fecunda de la primera generación carmelitana. El P. Julián Urquiza ha publicado hace unos años, concretamente en 1981, el primer volumen de sus Obras completas. El texto de Ana ocupa 727 páginas. Y ya se anuncia el segundo, que comprenderá su copiosa correspondencia. Su autobiografía fue traducida al flamenco pocos años antes de su muerte. También otros de sus escritos fueron traducidos y publicados en francés y en italiano.

Revista Teresa de Jesús