Retomamos, por fin, después de todas estas solemnidades identificadas con el domingo, la lectura continuada del Evangelio de Lucas, que es el que nos acompaña este año en la celebración de nuestra fe. En el relato de hoy, Jesús enviaba a sus discípulos, a 72 de ellos, un número que simboliza la totalidad de los pueblos de la tierra según se creía en aquel tiempo. Jesús, pues, destina un discípulo para cada pueblo aunque los envía de dos en dos, en compañía pero también para dar testimonio de la verdad (para ello se requerían, al menos, dos testigos fiables) y “delante de él… a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él”. El mensaje que tienen que llevar a todas esas naciones es el Evangelio de la paz y la misericordia de Dios, como nos recordaba la primera lectura. Ha llegado el momento de la gracia, de disponer el corazón a recibir todo lo que Dios siempre quiso compartir con nosotros y que ahora se ha decidido completamente a anunciarnos. Y este Evangelio será ratificado después con la misma presencia de Señor, pues Él, según lo dicho, irá inmediatamente detrás de quienes ahora le anuncian. Jesús mismo les justifica el envío afirmando que son necesarios para llevar a todos, y con urgencia, este mensaje decisivo: ‘la mies es mucha pero los obreros pocos’. La Misión misma incluye la oración y confianza en Dios, pidiéndole que apoye con más enviados esta prolongación de la obra que Jesús mismo está realizando. Sigue la invitación directa a que se pongan en camino: esto no se puede dejar para cuando nos venga bien, tengamos tiempo o ganas, sino que urge y de verdad. Junto a la orden directa, Jesús hace una advertencias y consejos: el misionero es realmente un cordero que se moverá entre lobos, ha de tener cuidado y prudencia, aunque sin renunciar a dar el testimonio que es invitado a transmitir, pues los demás son depredadores aunque sus palabras sean amables y solo ellos llevan, verdaderamente, la buena noticia de la paz. También su apariencia, sus medios, han de testimoniar el mensaje que portan: sin impedimenta ni logística; no son un ejército que se mueve entre enemigos y que ha de cargar con sus propios medios de mantenimiento. Los misioneros se dirigen a hombres como ellos y no para engañarlos sino para llevarles, gratis, el mayor de los bienes que es la salvación y la esperanza de parte de Dios. Una vez entre ellos, Jesús les advierte que su primer mensaje ha de ser: ‘la paz con vosotros’ y que esto establecerá el primer puente o vínculo, pues solo gente que también anhela la paz responderá positivamente y estará abierto a escuchar el mensaje del Evangelio, lo que implica y lo que habrá que cambiar para recibirlo. También es importante el no jugar con las personas que acogen, no querer ventajas ni de atención ni de comida, aunque hay que aceptar con humildad lo que les ofrezcan –se merecen, esto es, necesitan, su salario para vivir y llevar adelante la Misión–. Una vez recibidos, los misioneros se tienen que dedicar a lo que van, a hacer presentes las obras y las palabra de Jesús, comenzando por el curar y beneficiar a los enfermos, a los pobres que encuentren y solo en un segundo momento anunciarles que lo que han hecho antes ellos manifiesta algo mucho más grande e importante que la mera solidaridad o compasión humana: “El reino de Dios ha llegado a vosotros”, es decir, esta mejoría no es un mero alivio, una ayuda temporal, sino la llegada definitiva de la gracia, perdón, paz de Dios mismo entre quienes lo acogen y aceptan. Las instrucciones también incluyen qué hay que hacer ante el rechazo y que no significan un desprecio o una especie de venganza ante el ‘no’ que han recibido, sino la advertencia de que incluso el más positivo de los mensajes, la más grande de las misericordias necesita sí o sí nuestra acogida. Por último, el relato nos contaba la vuelta de los enviados a esta primera misión y la reacción de Jesús: les confiesa que ha visto retroceder la fuerza del mal y su principal promotor, el maligno, entre los hombres. Ha sido como si este fuera una vez más desenmascarado y expulsado del cielo, esta vez, del corazón de los hombres. Jesús les revela también a ellos que más que alegres por haber ejercido “con éxito” un “poder”, han recibido un don: ahora son, como Él, enviados del Dios de la paz y la misericordia, llamados, en primer lugar a experimentar los frutos del Evangelio en su propia existencia.
